Caían frágiles gotas que se posaban en el verdor del césped recién cortado. El silencio interrumpido por el frenar de una van, llamaba mi atención. No debí hacerle caso a tal inoportuno momento, ya que cortó el punto ciego de mi más preciada imaginación.
Freud, el gato gris de al lado, llegó a jugar con la vieja pelota desinflada que se encontraba descansando en la banqueta. Sentí un poco de frío en las patillas y fui por una taza de oscuro y aromático café. Saqué unas galletas guardadas de la alacena y las coloqué en un pequeño plato de cerámica, que tenía unos girasoles de detalle.
El radar de mi vida pulsaba mi mente por cada endulzada, por cada vuelta o remolino que creaba con aquella pequeña cuchara que emitía tilines al chocar con la cerámica que juzgaba mi pasado en pocos segundos. La pequeña cuchara de metal con cabeza cóncava, la usaba como una especie de tridente, como el que usaba Poseidón para maniobrar en el mar. Me había dado cuenta, que ese senil tic de ojos había vuelto a visitarme. Pensé en ello unos segundos y suspiré nulamente con mirada a punto fijo.
Al instante la ruidosa sirena de una ambulancia llegaba en crescendo, siendo el acíbar del momento y volviéndose una segunda interrupción que me hacía perder el control del remolino, como un Noé en un aluvión. El ceño fruncido se había marcado en mi frente y mi medida incomodidad fue como un suave cereal. – ¡Era domingo! – ¡Tiene que haber tranquilidad en la ciudad! –hablaba internamente.
–He cambiado –sí, creo que he cambiado. –Supongo que estoy madurando o es lo que creo. –Hasta ahora, he pensado en comprar una casa a futuro, tener mascotas, quizás alguien para que sea mi compañera y poder contarle cuentos resumidos o fragmentos de mis escritos. –Beber algunas cervezas, fumar un cigarrillo, practicar algún instrumento de viento, hablar sobre palabras homófonas, bailar un landó, un vals o quizás un tango.
Aun no paraba la lluvia... mi ropa aún seguía en el tendal, mojando un pequeño hormiguero que se había creado sin querer. Freud echado boca arriba, movía la cola en el sofá. Andábamos dimensionados. El inservible y adocenado mal momento se había esfumado junto con el decrescendo. El teléfono no había sonado desde que desperté, – ¡Que alivio que sentí! Probablemente mi tranquilidad quería mantenerse equilibrada, siendo ello lo más preciado de toda persona, si... de toda persona. La convicción literaria evoca a Epicteto como el mostrador filosófico de la paz interna en el Estoicismo o en alguna teoría pacífica de Kant. Bien lo decía mi padre al emanar sus desagrados comentarios hacia mis efímeras compañías. –Quizá tenía razón en algunas ocasiones, no lo niego.
En tierras lejanas conocí el color avellana y el cálido placer del porno en soledad. El aprender cantatas a oscuras en la habitación que procreaba dádivas musicales, semblantes y Quijotes desconocidos. La lluvia había parado... Desde la ventana veía aceras mojadas y gotas que caían dibujando circulo tras círculo, creando movimientos ondulatorios con extensión exterior. Pausado, con el trasto de cerámica en mano, fui hasta el sofá a mimar a Freud y relajar la mente.