Había pasado el medio día. Fui por hojas sueltas de tabaco y algunos papeles para fumar a la tabaquería de Barnaby; un amable anciano agnóstico que llamaba mi atención con caletre, con sus viejas historias de reclutas londinenses y anécdotas sobre la Batalla de la Lieja de 1914. Era una tarde nublada en Bruselas de 1921; las calles andaban repletas de banderines y adornos florales, como si se tratase de un carnaval. Una orquesta colectiva imperfecta entonaba canciones irreconocibles, mientras que el escandaloso sonido odiófono de un platillo que estalló cerca de mi sentido auditivo, me llegó aturdir. Era un denuesto a mi recién despertar. Era una algarada... El viejo edificio donde vivía tenía una buena construcción, muros firmes y acústicos, que hacían que no escuchara nada desde el sexto piso.
Desempleado y frustrado, cruce la calle con el flagelo del bullicio y el desesperante grito de un niño malcriado pidiéndole un dulce a su padre. Mientras el le decía que se calme, que se calle, haciendo chillidos con la boca, mientras se ponía el dedo en el labio, como símbolo de silencio. ¡Que idiota!
Llevaba los brazos cruzados, el cabello graso, la bata aún puesta con la tira cruzada en la cintura, cincuenta euros en el bolsillo izquierdo y en el otro, las llaves. De uno de ellos, saque un pequeño chocolate. Mientras desenvolvía el pequeño fragmento de cacao, el papel aluminio reflejaba mi rostro opaco y deforme. Escuchaba barbarismos y dejos ajenos, extranjeros.
Al llegar, el viejo Barnaby estaba en la puerta de la tabaquería, risueño apreciando la aglomeración. Nos saludamos de mano y un abrazo, haciéndome pasar muy amablemente. Luego un tipo gordo pálido de barba roja y dejo escocés, llego a interrumpir nuestra corta plática, pidiendo una caja de puros. El tipo cargaba un rostro malhumorado como el de un toro al ver una prenda roja. El escocés aún seguía viendo la vitrina y preguntando por cada cosa que su mirada señalaba. Tomé mis cosas, pague a Barnaby me retiré a casa. Al salir, me tropecé con el mismo cuadro de algarabía.
A unos metros de llegar a casa, fui a comprar unas fresas a la tienda de Marie Louise, la mujer belga más amable y hermosa que había conocido en el transcurso de mi aburrida vida, tan aburrida como un quelonio. Llevaba comprándole fresas desde hace diez años, el mismo tiempo que empezó mi soledad. El mismo tiempo que Catherine decidió abandonarme por un marino estadounidense. Desde ese día, mis días y mis noches son extremadamente largos. Marie Louise, llegó a instalar su tienda a mi calle. Nunca tuve la oportunidad ni en valor para entablar una conversación. Me sentía reducido al mínimo ante su mirada. Ella vivía ahí, con su hermana Nathalie, una muchacha que había sufrido de anorexia hace algunos años y su madre la señora Isabelle; una amable señora que andaba vendada de las piernas por atención de varices. Sobre su padre, no se sabe... es un personaje en blanco.
— ¡Hola! —me dijo Marie Louise— que con amabilidad fue colocándose los cabellos detrás de la oreja, algo similar a una coquetería, trazó una sonrisa intimidante.
—Hola... —dije algo tímido y parco, al frente de todos sus productos. —Dame un kilo de fresas... —dije con un tono serio y borroso.
Solo veía las uvas y su redondez. Marie Louise, tenía mirada fuerte, —buena... según mi parecer—. Ya que ello me anestesiaba, me ponía como un imbécil dentro de mi infartante timidez.
Al pagarle, y ella al darme las fresas, me miró y evadí su mirada viendo los nísperos, de ahí los duraznos y escape de ello con los plátanos. Emanó de sus cabellos un olor sencillo, un olor suave, un perfume barato de tono agradable, que se posó en mi olfato hasta llegar a casa.
Deje las cosas en la mesa y fui a lavar la fresas al grifo. Mientras en la televisión pasaban un programa donde llamaba toda mi atención; el opus 47 del finlandés Jean Sibelius. Un espectáculo auditivo de violines que erizaba la barba.
Al sentarme tenía las fresas lavadas, sin sépalos ni pedículo. Descansando en un recipiente ovalado de opalina. —Las fresas son frutas consumidos por griegos y romanos... adoro las fresas y su aroma. Complementado con el sabor de un exquisito chocolate, la fusión de sabores en el paladar, es impresionante, es una satisfacción de la vida. Me da tranquilidad y estabilidad psicológica.
Tomé un libro de Charles Dickens y apague el televisor. Ya había acabado el programa y la música de fondo. Cogí el recipiente de tabaco y empecé a liar un cigarrillo. Llevo quince años fumando tabaco puro y si hablamos de armar un cigarrillo, mis manos tenían vida propia. Era un arte el liar ese pequeño papel de pulpa de celulosa de cáñamo, con pequeñas proporciones de tabaco fresco. —Creo que merecía un premio por delicadeza y otro por perfección.
Me senté a leer frente al cuadro de mis fallecidos padres. Mientras beso suavemente el delicado papel y absorbo el quemar del tabaco, sintiendo esa satisfacción blanca y pura. El silencio me había dado el favor de esclarecer mi mente y poder concentrarme al leer. Cogí una fresa y un chocolate a la vez y los transporte hasta la boca, disfrutando ese placer de sabores, mientras masticaba. empezaba a leer al novelista Inglés.
A los veinte minutos de estar leyendo, un insolente toquido de puerta invade mi privacidad y tranquilidad. Me sentí extraño, ya que nadie tocaba mi puerta desde que encuadre la nariz a un insistente vendedor de maletas. —Había veces que no salía de casa en una semana, hasta dos—.
Abrí sin preguntar quién es, desganado y con flojera. Con el limitar del seguro que sujetaba el marco y la puerta. Se escuchó el chillido peculiar de la vieja puerta, mientras asome medio cuerpo como un tímido leproso. Era Marie Louise... —quedé anonadado... petrificado y sin aliento—.
—¡Hola! — ¿Edouard? —Me dijo prolongando mi nombre.
—Si... Si.. soy yo... soy yo... —tartamudeando avance un renglón a mi timidez. —Me sentí nervioso que casi me llego a golpear con la puerta.
—Esto le pertenece, se le ha caído al ir a la tienda. —Entregándome la carta que me dejó Catherine esa noche de abril, sellado con labial diciendo adiós. —A veces solía leerla estúpidamente, acompañado de algún coñac barato, flagelándome el corazón y la mente.
—Gracias y mil disculpas... —le dije idiotizado.
—¿Se encuentra bien? —Me dijo con mirada casera y tierna.
Sentí un durazno entero atravesado en la garganta, quedándome en silencio, con ganas de decirle... adelante... necesito compañía y alguien con quien conversar en mi única soledad o quizás un abrazo. Si... quizás sólo un abrazo.
—¡Bueno! —Me tengo que ir... —me dijo rápidamente frotando sus manos como mosca.
Apenas se dio la vuelta, exclamé...
—¡Espere! —Sorprendido boquiabierto por las pelotas que tuve —Gracias nuevamente, —le dije.
—¡De nada! —El sábado estoy libre, si gusta podemos platicar... —me dijo con voz modulada.
—Si... Si... —no hay problema, yo siempre estoy en casa, ando solo... —pero no tengo teléfono. —Dando mucha información, reaccione y me quede callado unos segundos.
—No hay problema... —!Si gusta podemos preparar un pastel o salir a caminar!
—Si... Si... —como guste —le dije afirmando lo acordado.
—¡Nos vemos Edouard...! —me dijo prolongando nuevamente mi nombre. —Despidiéndose de mano.
Me sentí tranquilo, frágil. Había un encanto en esa fémina que me hizo sentir tranquilo y pensar que las cosas no son como creía. Cogí el libro y lo coloqué al lado de la tabaquera, salí por la ventana a ver la tarde gris, aún no creyente de la supuesta cita. Tomando una fresa y chocolate, para calmar la ansiedad.