En la selva silenciosa
custodian los ojos el alma inocente,
pero el viento suave semoviente
deleita el olfato de la tigresa alevosa.
Y piensa en la sangre torrentosa
que le correrá roja por los dientes
y en la íntima médula amorosa
que guardan los homínidos inteligentes.
Pero el hombre en cobarde argucia
se esconde del peligro con astucia,
haciendo rugir a la fiera burlada
con la espada del hambre en las vísceras clavada.
Lenta, errante, a sinuoso paso
piensa en postrarse y morir como el sol en el ocaso.