Elías De La Cera

Duch y Stalin

Desde el Elba hasta el Mar del Japón se estaba de luto oficial. Las bífidas lenguas de las áspides occidentales peroraban sobre democracia y prosperidad.

Janek Duch, una víctima del fin del mundo, recorría las calles cojeando, con los dedos separados y la cabeza metida entre los hombros. Parecía un flagelante, igual al campanero de Notre Dame. Era un Quasimodo comunista con todos los atributos de un mártir.

La Historia Universal se convulsionaba y la gente en la Plaza del Palacio estaba obligada a llorar la muerte de la más terrible sombra que haya soñado jamás un mendigo.

Janek, como un espectro, se separó de la masa, y arrastrando sus harapos se dirigió hacia el ataúd vacío. Docenas de hombres podrían haber intervenido, pero nadie lo detuvo. Su aparición era tan indescriptiblemente repugnante, deforme, torcida y contrahecha que todo se paralizó.

De repente quedó parado frente a la imagen del hombre de hierro. Cesó la marcha fúnebre de Chopin y la muchedumbre contuvo la respiración. El ser más despreciado de Varsovia alzó la mirada al cielo, sacó un cuchillo de su bota, y se tajeó deliberadamente las venas del brazo izquierdo.

Otra vez, como ayer, Alejandro muere en Babilonia y al poco tiempo muere Diógenes en Corinto

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