Había empezado una azotaina sonora, mientras el cuadro triste de un santo perdía la mirada al lado izquierdo de la mesa de noche. Efímeros martilleos retumbaban el sentido auditivo de Jerome Bourgeois; un francés de pura cepa, que se había mudado a Ansbach, Alemania, un cálido verano de 1913.
Jerome era presa fácil de la pérdida de paciencia. El aleteo de desagradables frecuencias que emanaba la casa de al lado era inexorable. El bullicio era maldad pura para su tranquilidad, era una bofetada demoníaca. Al lado vivía una familia algo especial. Los Schröder; una familia alemana algo numerosa y conflictiva. Habían días que los gritos o pleitos causaban jaquecas, hasta llegar al borde de la desesperación. El tosco y escandaloso tono germánico que expulsaban de sus laringes era perturbador para Jerome los fines de semana. Se escuchaba hasta el despegar del velcro de manera tosca y rápida. A veces pensaba que era a propósito, ya que en varias oportunidades había escuchado entre cuchicheos que se referían hacia el cómo “el extranjero”. Se escuchaban eructos, llantos interminables, gemidos burlescos y gases con intensidad sonora, como si se tratase de una broma ventearse. Las risas de celebración se escuchaban en la cabecera de la cama. Los pleitos en la mesa por un pedazo de pan, por pellizcos o una porción de carne. El patriarca de la casa, el señor Schröder era un repostero de gran estatura. A veces se le escucha golpear fuerte la mesa y gritar ¡Verdammt! Con tono militar poniendo orden, haciendo saltar los cubiertos. Luego de eso el silencio se apoderaba de la mesa.
Una mala decisión fue asentar la cama al lado del comedor de los Schröder. Jerome no sabía desde que se mudó a Ansbach y compró un piso junto a su prometida Madeleine Le Brun, una escritora francesa, a la que había pedido casarse un día en Barbados.
Jerome, mantuvo la idea de acarrear la cama alejada del muro. El trajín del trabajo y la flojera lo vencían y caía desplomado al llegar a casa. Dejando pasar la oportunidad y postergándola como cada vez que le venía la idea a la cabeza. Jerome laboraba en una fábrica de cervezas fuera del distrito de Ansbach. De vez en cuando, se encargaba de transportar los productos.
La puerta entreabierta llamó toda su atención. El sonido de los zapatos de Madeleine que paseaba de acá para allá, le hizo voltear la cabeza con sigilosa incomodidad. Madeleine acarreaba mantequilla, leche fresca y algunos panecillos para el desayuno. Hablaba en gerundios paulatinamente, chasqueando los labios, escuchando Mendelssohn en la vieja radio. Llevaba puesto su delantal favorito color pastel. Algo sobresalía del bolsillo del delantal. Era una especie de sobre que al colocar al lado de la panera movió la mesa un poco a la derecha. El olor a cera se esparcía por todo la casa. Madeleine era una mujer honrada, nada vulgar, ordenada y pulcra. También perfeccionista y buena con los animales.
La minúscula paciencia de Jerome molestaba su despertar. Creía que si alguien llegaba a saludarlo le ponía cara de pocos amigos. Después de ser atacado por una ola de martilleos un domingo. —¿Que más podría esperar?
Jerome, optó por doblar la almohada y lanzarla a unos metros de la cama. —! Maldición! —Exclamó alineando y achinando los ojos. —Creo que tendré que salir de viaje o a pasear los fines de semana. —Dijo mansamente a medio tono.
— ¿Le sucede algo cariño?—Dijo Madeleine, parada en la puerta de la habitación. — ¿Nuevamente las jaquecas?—Volvió a preguntar, acercándose y sentándose en la suave cama.
—¡Son estos desalmados vecinos que tenemos!—Respondiendo con una mano al aire,—mientras con la otra sobada en círculos la sien.—¡Es el colmo tanto griterío!—¡Sino es por aire a través de ondas sonoras es por abusivos golpes de balón¡—¡Que incomodidad¡—Enfadado, Jerome se ruborizó y calentó el rostro como si padeciera de escarlatina.
— ¡Déjeme hablar con ellos!—Dijo Madeleine, acariciando los pómulos de su hombre y terminando con una peinada de mano. — ¡Por cierto el desayuno está listo!
— ¡No quiero que hable con esas personas, mucho menos que las salude—Dijo Jerome parándose y mirando al espejo, apoyando las manos en la cómoda de caoba.—¡Aire es lo que necesito!—terminemos esto y larguémonos de paseo.—Dijo levantando la ceja izquierda, aun manteniendo la incomodidad en el rostro.
En la mesa Madeleine empezó a hablar de la superficialidad de alguna de sus compañeras de la escuela, retrotrayendo momentos. Jerome untaba mantequilla a un brötchen, mientras la leche emanaba un olor acaramelado junto con los terrones de azúcar. La adaptación de sabores en el paladar de Jerome contrarrestaban el mal rato. Y así fue que se olvido del despertar. Los brötchen recién salidos del horno, untados con mantequilla eran los favoritos de Jerome. Hacía un paréntesis en blanco y silencioso, omitiendo malos momentos o fastidios. Era una especie de meditación o paz interna el desayuno para el. El Leer el diario o la correspondencia en la mesa y la compañía de su amada, en ese momento todo era tranquilidad.