A su ley te rindió Naturaleza,
de la pasión irresistible al grito,
y huyes del mundo, juez de tu delito,
a ocultar tu desdicha y tu flaqueza.
Un inocente que a vivir empieza,
sin nombre, sin hogar, quizás maldito,
yerto y temblando, cual jazmín marchito,
sobre tu pecho inclina su cabeza.
Reanímale al calor de tus abrazos;
que si es acusador de tu caída,
tu alma sujeta con amantes lazos;
y en tu misión augusta, ennoblecida,
sufriendo por su amor, desde sus brazos
puedes volver al mundo redimida.
De la Virtud y del deber el ruego
halló tu corazón débil y frío;
más de liviano amor el desvarío
le encontró, por tu mal, esclavo ciego.
Y recibes con ira y con despego
al débil ser que acusa tu extravío,
y lo desprendes de tu pecho impío,
y al ignorado azar lo arrojas luego.
Para olvidar cuanto el honor merece
invocaste ese amor, y hoy no te grita
que es vida de tu vida el que perece.
La clemencia de Dios, aunque infinita,
ante culpa tan vil desaparece:
para ti no hay perdón, estás maldita.