Tengo un amigo: el sólo que me resta
de los que en otro tiempo así llamaba
y ya me arrebataron
el olvido, la muerte o la distancia.
Tierna amistad nos une
desde aquella niñez, ya tan lejana,
que en las manos del tiempo
rotas dejó sus deslumbrantes alas,
por la razón cambiando la inocencia,
la paz del cielo por la lucha humana.
Lo hallé una noche del abril risueño,
de esas de encantos y delicias llenas,
que perfuman los blancos azahares
y alumbran, rutilantes, las estrellas.
Yo sentí penetrar dentro del alma
su mirada serena
que hablarme parecía
de otro mundo más bello que la tierra;
mirada melancólica
que el corazón de su dulzura impregna;
beso de luz suave
que aduerme, que acaricia, que consuela.
¿Qué singular y mágico atractivo
esa mirada encierra?
Yo, en mi niñez, la amaba,
y fue siempre el imán de mi existencia.
Mi amigo desde entonces
me siguió de la vida en los senderos;
él consolaba mi escondida pena,
él me mostró los mundos del ensueño,
los nobles ideales
que el alma elevan del impuro suelo.
En una noche que jamás olvido,
de mi propio dolor como el reflejo,
pálido, triste y mudo
besó la frente de mi padre muerto;
y hoy, de mi amor, que ni la muerte amengua,
piadoso mensajero,
lleva a su tumba flores de mi alma,
flores de la oración y del recuerdo.
No me abandonará: si fiel me sigue,
aquí, en las soledades de la vida,
allá, en las soledades de la muerte
—quizás menos sombrías—,
me seguirá también; y su mirada,
doliente y compasiva,
derramará sobre el sepulcro mío
su claridad bendita,
cual santa ofrenda, cual divino lazo
de unión eterna con su fiel amiga.
¿Queréis saber el nombre misterioso
del ser extraño que mi ser subyuga,
y habla de lo infinito a mi conciencia,
y sostiene mi espíritu en la lucha,
y el cielo muestra a mis cansados ojos
siempre que el bien y la justicia buscan?
Yo su nombre os diré, su claro nombre
que la mano de Dios grabó en la altura;
que es este dulce amigo de mi alma
un rayo de la luna.