Cada día vestí la prenda
de una fiesta que no encontré,
de una playa en cuya arena
no había hoguera,
sino retales de estrellas rotas
y abrazándote ahí, me corté.
Y sangré un mar de tierras solas
y entre sus mangas nadé
y aprendí a aullar a los amigos
y entre amigos consolé
y un corazón de baladas
fue creciendo entre conciertos
instrumentos de sangre
nos daban las notas sordas
del silencio
y entre besos achiqué.
Me arranqué la fiesta del vestido
y desnuda caminé,
los árboles familiares
que se ahogaban en sequía
con mi sombra desnudé.
Besé a un corzo viejo y cansado,
que cruzaba aquel camino
con la dulzura
de la madre al niño
que es anciano otra vez,
y se me escapó la última lentejuela
sobre una lágrima de alfiler
por el bosque corzo y oso,
liebre y zorro y gazapo,
por todo ser que duele,
saíno, porque ¡cómo duele
el dolor del otro!
Tengo un alambre de rayo negro
que atravesa todo el universo vivo,
cada corazón de estrella.
Y abro de nuevo el armario,
la madera del fondo descuajada
busca a su árbol,
todos los vestido atravesados
tienen agujeros de alambre izquierdo
y sangran deshilados.
Y abro de nuevo el armario,
y las perchas son
pájaros recien liberados
que vuelan y se estrellan de júbilo
en sus nubes blandas.
Sólo la parca queda
y en parquedad ella y yo
quedamos,
hasta que un caballo helado
me la ruega y se la queda.
Yo le pido a la vida
que me deje al menos
ser la percha desnuda y libre
que hoy vuela de esqueletos
en carnes de nube tierna.
© Maria Luisa Arenzana Magaña