Mi abuelo no usaba la palabra,
exclamaba dos ojos,
y los clavaba en nuestro corazón.
Su cachaba, esa extensión
que en creciente desazón
pronunciaba su alma.
Caminó tanto los campos,
dejó allí tanto cuerpo
que apenas regresaron de allí
sus piernas;
su alma era ya un cereal,
una espiga clavada
en la rueda del tiempo.
Esbelto, magno y serio
como un monumento que rehúsas tocar
pero que admiras,
era el siglo de los tiempos
se erigía pilar, sustento insustituible.
Tuvo cuarenta nietos
y aunque nunca nos rozó
el dulce error de una caricia,
en su alma de espiga
nos hacía pan de pueblo
y en la leña pequeña
de nuestros cuerpos
horneaba nuestros espíritus
con sueños de alameda,
gesto a gesto,
sin palabras,
hecho a hecho.
© Maria Luisa Arenzana Magaña