Vienes por fin a mí, tal como eras, con tu emoción antigua y tu rosa intacta, Lázaro rezagado, ajeno al fuego de la espera, olvidado de desintegrarse, mientras se hacía polvo, ceniza, lo demás.
Vuelves a mí, entero y sin jadeos, con tu gran sueño inmune al frío de la tumba, cuando ya Martha y María, cansadas de esperar milagros y deshojar crepúsculos, bajan en silencio lentamente la cuesta de todas las Bethanias.
Vienes; sin contar con más esperanza que tu propia esperanza ni más milagro que tu propio milagro. Impaciente y seguro de encontrarme uncida todavía al último beso.
Vienes todo de flor y luna nueva presto a envolverme en tus mareas contenidas, en tus nubes revueltas, en tus fragancias turbadoras que voy reconociendo una por una…
Vienes siempre tú mismo, a salvo del tiempo y la distancia, a salvo del silencio: y me traes como regalo de bodas, el ya paladeado secreto de la muerte.
Pero he aquí que como novia que vuelvo a ser, no sé si alegrarme o llorar por tu regreso, por el don sobrecogedor que me haces y hasta por la felicidad que se me vuelca de golpe. No sé si es tarde o pronto para ser feliz. De veras no sé; no recuerdo ya el color de tus ojos.