El primer velo era blanco y se desprendió suavemente, como nube llevada por la brisa.
Rosa-lila, el segundo –ceniza sobre rosas–. Y como una rosa, se deshojó en el aire.
Un tercer velo se agitaba ya en alas de los violines; era verde y parecía que de la bailarina iban a salir volando muchos pájaros.
Cuatro eran ya los velos que caían; éste, color de oro, como el sol que no quiere ponerse, se había enredado un instante a los pies invisibles que danzaban.
El quinto velo había salido a flor de música; era azul, de un azul mitigado, diluído en leche de estrella.
El velo azul cayó también, y un sexto velo púrpura se desplegó despacio, a modo de bandera ensangrentada.
Ola de arpegios venían sobre él y lo abatieron sobre los otros ya marchitos, iris roto esparcido por el suelo.
Y entonces ya no quedó más que un solo velo. Era el séptimo y era del color de la noche. Una vaga forma blanca se hacía y se deshacía bajo de él, como se hace y se deshace el cuerpo todavía invocado de la novia en la sombra de la alcoba nupcial.
Subía la marea de la música y el velo subía también, sujeto siempre a aquella forma leve, llevado y traído por unos pies que no se fatigaban de bailar y que entretejían ahora los arabescos de su danza en el mismo filo del horizonte.
(El corazón era un pájaro latiendo en las manos de un niño... No sabía lo que iba a ocurrir y sabía que aquél era ya el último velo.)
Marejadas de música estremecían el aire; la bailarina vacilaba, se doblaba en surtidor que ya no puede ir más alto...
De pronto, el velo cayó en tierra. Vertical, desinflado.
La música seguía sonando, pero nadie bailaba al son de aquella música.
Tan sólo el hábito de un sueño había velado y desvelado a otro sueño.