ALLEGRETTO
María salió temprano esta mañana a visitar a su prima Isabel.
El huerto de la prima no está lejos, ella puede verlo desde el suyo, bordeando el altozano de las cabras, al pie de un bosquecillo de palmeras.
Pero el sendero en cuesta ya se le hace un poco fatigoso a la mujer encinta, y hoy avanza despacio, cuidando de no pisar las amapolas que se desbordan a sus pies desde las eras todavía no trilladas.
Isabel, al verla venir, deja caer peroles y alcarrazas, desprende rápido una flor y sale a su encuentro, llevándose las manos al vientre, que también una jubilosa maternidad parece golpear y estremecer.
Dos palomas vienen a posarse sobre el tejado húmedo de lluvias. Las dos primas se abrazan en silencio.
ANDANTE
Isabel ha partido con María su yantar humilde, y luego se han sentado las dos a la ventana a coser ropas menudas, mimo de ovillas y de lanas, para los infantes que ambas esperan.
(No se sabe si esta ventana tiene ya una fina columna con su ojiva, al modo que luego habrán de dibujarla los monjes pintores de la Edad Media. Tiene, como todas las ventanas abiertas sobre el campo, un perfil de colinas en el fondo y un caminito blanco que se pierde en transparentes lejanías.)
El tiempo de Nizam ya va entrado, y a la luz se adelgaza en la pradera. Las dos mujeres cosen, tejen, mientras sus pensamientos van tramando otros leves encajes que se lleva la brisa...
María es rubia y delicada: es casi una niña, y su vientre no parece mayor que la luna sobre los montes de Gelboé en los plenilunios de primavera.
Isabel es morena, madura como fruto en sazón; su gravidez acaba de afirmarla, de darle plenitud y beatitud al árbol.
ADAGIO
–Anoche soñé con el hijo que ha de nacerme –dice Isabel con voz que parece venirle todavía del sueño...
Las manos no interrumpen su vuelo; sólo la voz sigue soñando.
–Lo veía ya un hombre, un hombre fuerte y barbado, y a él acudían como nubes de moscas, los hombres de la tierra... Y tú, María..., ¿no sueñas con tu hijo?
María se sonríe y no contesta; sigue anudando hilos de colores. La voz de Isabel, un instante enmudecida, yérguese como surtidor en el aire.
–Quisiera que mi hijo fuera un gran general: anoche le brotaban rayos de fuego por la boca, y ejércitos se reunían a su paso, capaces de salvar al pueblo de Israel... ¡Si algún día fuera mi hijo el Elegido!... Pero no es más que un sueño...
Las agujas se mueven ahora desmayadamente...
La voz persiste aún, más dulce, más íntima.
–Dime, María: ¿qué quieres tú que sea tu hijo?
Y María levanta al fin su rostro sumido en la labor.
Parece que ha palidecido un poco... Parece que la voz le temblaba en la sonrisa.
–Quisiera que mi hijo fuera carpintero, como su padre...
Y luego, suspirando:
–Pero no es más que un sueño...
Otra vez el silencio, como un humo de sándalo, ha llenado la estancia.
Afuera es ya el mediodía. Se siente un alborozo de gallinas que picotean en el patio el oro de las últimas mazorcas, de ls últimos sueños.