En el valle profundo de mis tristezas, tú te alzas
inconmovible y silencioso como una columna de oro.
Eres de la raza del sol: moreno, ardiente y oloroso
a resinas silvestres.
Eres de la raza del sol, y a sol me huele tu carne quemada,
tu cabello tibio, tu boca oscura y caliente aún
como brasa recién apagada por el viento.
Hombre del sol, sujétame con tus brazos fuertes,
muérdeme con tus dientes de fiera joven,
arranca mis tristezas y mis orgullos,
arrástralos entre el polvo de tus pies despóticos.
¡Y enséñame de una vez –ya que no lo sé todavía–
a vivir o a morir entre tus garras!