Sagrada cruz, yo sí te he profanado
entre unas manos de mujer querida,
y en el tosco puñal con que he intentado
dar a mi corazón la última herida.
Mas, cien veces, contigo me he abrazado
junto a una tumba, entre otras mil perdida,
y con gran reverencia te he llevado
en mi nombre, en mi sangre y en mi vida.
¿Qué importa que después, cuando yo muera
y acompañes mi tumba, nadie quiera
regarnos rosas ni piadoso lloro?
Los abrojos que nazcan en mi fosa
han de ofrecernos —oblación piadosa —
su siempre triste floración de oro.