Cincuenta años te sientan como una máscara,
de esas que cubren arrugas pero no esconden vacíos.
Te felicito, porque no todos llegan tan lejos
cargando tantos recuerdos oxidados,
tantas mentiras disfrazadas de verdades dulces.
Cincuenta años y aún sostienes esa sonrisa,
ese escudo torpe contra la mirada de quienes saben,
de quienes leen en tus ojos lo que tú misma callas.
Ah, tus ojos...
esos traidores que nunca aprendieron a mentir,
que gritan lo que tu boca amordaza.
Te ves bien, debo admitirlo,
aunque cada vez más lejos de quien eras.
La belleza persiste, sí,
pero ahora es como el eco de un grito en una habitación vacía,
como un atardecer hermoso
que sabemos que terminará en oscuridad.
No, no me malinterpretes.
No es envidia lo que me empuja a escribirte,
es un poco de ironía,
un toque de rencor,
y esa maldita costumbre de no olvidar.
Cincuenta años...
medio siglo de decisiones,
de caminos que escogiste creyendo que llevaban a la felicidad,
pero que ahora solo te devuelven a este momento,
a este punto muerto
donde el tiempo no perdona y los recuerdos pesan.
Brindo por tus cincuenta años,
por las noches que no volverán,
por los besos que olvidaste
y los que jamás me atreveré a recordar.
Porque, al final,
ni tú ni yo hemos cambiado tanto:
sigues siendo la misma de siempre,
solo que ahora llevas cincuenta años de cicatrices
disfrazadas de orgullo.