No lloro por lo que ves,
no es el vaso caído,
ni la última palabra que arañó mi oído.
Lloro por todas las veces
que mordí la lengua
y fingí que el silencio
era suficiente armadura.
Lloro por las noches
en que el insomnio se sentó a mi lado
y me susurró todas las cosas
que no quise escuchar.
Lloro por las palabras no dichas,
por los abrazos que negué
y los que no me atreví a pedir.
No es debilidad,
es el peso de un dique
que construí con promesas rotas
y sonrisas forzadas,
con “estoy bien” lanzados al vacío
y carcajadas que nunca llegaron al alma.
Llorar no es caer,
es rendirse ante uno mismo,
es aceptar que somos barro y grietas,
que la fortaleza también cansa,
que el agua no entiende de barreras
ni de tiempo.
Lloro porque soy humano,
porque acumular no es sanar,
porque la angustia también envejece,
y cada lágrima que cae
es un poco de mí que se libera,
que se redime.
Lloro porque ya no puedo fingir,
porque el dique se rompió,
y en la inundación me encuentro,
me reconozco,
me perdono.