Por mucho tiempo hubo una reja de una ventana antigua encastrada en una pared del patio de mi casa. Ni siquiera una enredadera podía darle una alguna función digna del goce estético, porque la delgada estructura rechazaba cualquier tipo de vegetación que se posara sobre sus oxidados brazos como si fuera a descomponerse. Jamás le fue asignado ser un ornamento; jamás se le colgó una sábana ni se le arrimaron macetas.
Severa y diamantina como un árbol tropical permanecía, solitaria, rechazando todo aquello que pudiera interrumpir el flujo de su armoniosa y áspera apariencia. Hoy día quiero creer que la finalidad de aquel detalle, gratuito aunque inamovible, era desconcertar a quien observara con atención. Solía ser inadvertida a primera vista. Era llamativa únicamente cuando uno se sentaba a contemplar con inusual homenaje el espacio consagrado. Allí, en el microuniverso desértico de veinte metros donde habitaban montuosos y elongados pastos rozando la cintura del atareado caminante tras un artificioso piso de laja hirviendo bajo un sol insoportable. En el vaporoso y embriagante confort de tamaño espectáculo de decadencia, algunas cosas siempre pasan desapercibidas. Toda indiferencia permanecía, atravesada por aquel espacio sin tiempo en que chillan las chicharras entre los hostiles pinchazos de un yuyerío indómito y olvidado.
Algún día de aquellos en que decidíamos romper con el continuo y sosegado rumor de los días sin viento, barríamos los montículos de tierra para desempolvar aquellas viejas playeras, percudidas por la lluvia y atrincheradas, enclaves de un ejército en potencia – nos sentábamos, transpirados y en ojotas, a contemplar otra vez un nuevo espacio arrastrando una mirada perezosa a sus confines desnudos de caos. En este gran primer avistaje, como quien observa orgulloso la exposición de una obra que ha tomado gran esmero y dedicación o quizás el espacio de toda una vida – en ese pequeño momento de gloria emergía entre el bicherío y la pintura enmascarada la antiestética relevancia de la reja desnuda cual maravillosa esfinge de un tiempo remoto o triste arquitectura de lo inútil. En sus términos, manufactura o vegetación – extraña y sin propósito, límpida aunque oxidada y permanente aunque maximalista: bajo el inquisidor ojo estético, todo lo demás parecía haberse colocado en torno suyo y haberse acomodado a su gusto como atrayente y disruptiva protagonista.
Allí todo parecía funcionar como una escenografía absurdista, contrastante sin embargo furtiva, escultura móvil y evanescente en el gradualismo anaranjado en las paredes de tonos castaños. No era sino un espacio homenajeado por su grandilocuente intención de decadencia; pero lo recuerdo como se recuerda en la niñez. Con la nitidez con que uno rememora los hitos sin explicación alguna, o los asuntos inconclusos, o que dan la impresión de haberse quedado por la mitad.