Llegar a la puerta del hospital y durante todo el camino llorar.
Sentarme en la sala de espera, con las mejillas, la nariz y todo el rostro vergonzosamente enrrojecido, y entre inhalaciones angustiosas con las cuales pretendía acallar el llanto.
Minutos después fue mi turno y una mujer delgada, consumida por el cigarrillo, y me hace escribir su nombre en un papel.
La miro a los ojos tragando mis lágrimas, los suyos parecían pasas muertas enterradas en una masa endeble y maloliente.
Le preguntó, impersonal: “¿cómo está?”
E instantáneamente me responde: “En excelente estado, podría salir ahora mismo”.
Ella se escurre por debajo del escritorio blanquecino y acto seguido, me entrega en los brazos una caja cuadrada, profunda e infinitamente pesada, con su nombre garabateado sobre un papel con cinta, y su cuerpo muerto adentro.