La conceptualización argumental y personificación de la figura de la muerte, en Las intermitencias de la muerte (2005) de José Saramago
Un episodio inédito de humanización de la muerte, en su expresa soledad refractada en los diálogos inertes con la guadaña empolvada que constituye el espejo de la figura de la máxima crueldad – encarnada en los ojos de quienes ella condena.
¿Cómo es posible darle a la muerte un cuerpo, uno específicamente femenino, imaginarla ensimismada en sus frustraciones cotidianas, si de cierto modo ha negado la propia existencia, recalcando su desprecio a ser nombrada mayúscula como si aquello la transformara súbitamente en entidad perceptible, corpórea, materializable?
El esfuerzo saramaguiano de empequeñecer a la muerte, darle sesgos de empatía, ofrecerle la mano cálida sobre el fino hombro helado recubierto nada más que de polvo hecho de huesos ajenos, los huesos de sus manos, sus manos de otros huesos – en un constante observar con inapelable insistencia los ojos helados de la muerte reducida en su simpleza, envuelta humildemente en su mortaja negra que le sirve como presencia con ímpetu de amenaza, por fuerza de tradición o mera proeza, con la cual se manifiesta a los pies de las anónimas camas, insinuando la aguda proximidad a la pérdida de uno mismo que se resiente, como quien se visualiza hundiéndose involuntariamente en la profundidad del barro negro, señalado con el rígido e inexpugnable índice acusador de la sentencia última de su verdugo: “ven aquí”.
En aquel condensado instante de extravío absoluto y vértigo supremo, la muerte se manifiesta sin más decorados que un destino soberanamente incierto – quien será capaz de sostenerle a la muerte la mirada, al temor irresoluble, quien será capaz de retornar a la negrura de ese barro, tembloroso sobre sus pasos acartonados, arrastrándose hacia el filo del abismo donde se mecen, pendulantes e impacientes, las infinitas posibilidades a la extinción de la existencia, que en silencio se baraja la muerte.