En el principio
el aire,
en su danza ancestral,
tocaba
el iris de la noche.
En esa fragua,
el alma,
suspiro,
se fragmenta
sin saber su nombre.
El ser se mece
como pétalo de flor
al borde del abismo.
La flor
existe más allá
de lo que el ojo ve.
En cada movimiento de su pétalo
nace el polvo
que fuimos, y somos, y seremos:
neblina,
eco de melodía
en el oído de Dios.
Alma:
rumor de niebla,
paloma sin alas,
sombra de canto antiguo.
Tu verdad se disuelve
en el viento,
eco, soplo, susurro.
Te pierdes en la infinitud
con el sonido del agua
que se allega
al océano.
Alma, oh alma,
reflejo
en el espejo del cosmos;
destello que –mirado– se desvanece.
Alma: partícula
que no sabe si avivarse o extinguirse
o si se encuentra en la muerte
o en la vida misma.
Y, sin embargo,
en tu pequeñez, alma,
eres mundo,
sol, luna, árbol...
Dentro de ti,
burbuja de tiempo,
fragor callado,
resuena la presencia
de un sortilegio antiguo como el viento,
lejano como la primera estrella.
El aliento divino,
en su mutismo grandioso,
nos recuerda,
peso inaudible:
«... pulvis es et in pulverem reverteris».
El aire nos toca.
Es el bisbiseo del Espíritu,
el canto inaudible
que se oye en los pliegues
de las hojas secas.
Es el paso del Dios invisible
que no tiene huella:
su paso es el aire mismo,
no se ve,
no se toca,
pero lo lleva todo,
lo arrastra,
y es el tiempo, que nunca se detiene;
y es el cielo, que se despliega
sin preguntarse qué es o quién es.
En el aire,
en esa niebla que nos rodea,
el alma
se pierde en la búsqueda
de un significado que no existe:
el significado
es la Nada y nos llena
de un deseo insaciable.
Y así,
en el vacío,
erramos atrapados,
como un verso perdido
en la página de un libro
sin autor,
como una estrella
que olvidó su órbita.
El espíritu de Dios se mueve
en el centro del viento,
y nosotros somos sombras
que siguen sus pasos
sin entender nada,
sin comprender la danza del silencio.
¿Quién puede tocar el alma
cuando ésta es sólo el reflejo
del soplo eterno
que se pierde en lo lejano?
Somos
la luna.
Refleja el sol
sin irradiación
de luz inmanente.
Y, como el sol,
nunca sabremos
si es el cielo
el fondo del abismo.
En cada instante,
el cielo y el abismo
se confunden
en una sola vibración
que nos trasciende,
que al reducirnos a polvo
nos eleva.
La esencia del alma
es tan frágil
que no puede resistir
el abrazo invisible
del Espíritu.
Y, sin embargo,
en su fragilidad,
es inmensa.
Tan pequeña
que cabe en la gota
de rocío sobre la hoja,
tan vasta
que llena los vacíos
del universo.
El alma es
el rostro dormido
de un crío
que no puede despertar.
Nos deslizamos
—sombras fugaces—
sobre la superficie
del océano del tiempo.
Cada movimiento nuestro
es un suspiro
sin sonido
que no obstante resuena
en lo divino.
El aire nos acaricia,
señal de algo eterno
que no se muestra.
Todo lo sabe,
y lo ve,
y, sin embargo,
permanece
en silencio absoluto
como un océano sin olas,
como una llama
que no arde.
En nuestra alma rota,
el Espíritu susurra su verdad.
Nosotros no sabemos escuchar
su música sin forma,
su danza sin cuerpo.
Nos esforzamos por entender
el peso del viento,
y el viento sigue fluyendo,
avanza en su camino
sin mirar atrás.
Y así es el alma,
un soplo,
una corriente de aire,
una nube pasajera
que se disuelve
en el abrazo mudo
de lo divino.
Nada somos,
y en nuestra nada,
somos todo.
El Espíritu nos sostiene
en su amor incomprensible,
y nosotros,
como harina en la mano
del viento,
nos deshacemos,
nos elevamos,
nos extinguimos
en la misma espiración
que nos trajo a la vida.