Leidy López

Un cielo con diarrea.

Sé del cielo, sé que es un lago de nubes– peces que nadan a la superficie para alimentarse de las desgracias evaporadas en las lluvias que caen siempre dos y tres y cuatro veces sobre los asfaltos.  El cielo aquí es ligero, como si nadie lo cargara de pena, quizás toda la pesadumbre y las reprimendas de esta gente de pueblo se quedan en los techos de las iglesias. Si las desgracias de la señora que canta en las misas permeara las cúpulas de los castillos de cristo, el cielo se quebraría en llanto cada domingo por los siglos de los siglos. Creería yo que sus desafinos a las seis de la mañana son el abandono de dios, es que tantos rezos no le alcanzaron para comprarle al omnipotente la entonación eficiente que haga llover ángeles. Señora que canta en las misas, usted es la demostración  diáfana de que dios no existe o de que no le funcionan los oídos, cualquier respuesta es la misma, ambas se traducen en que dios no atiende súplicas porque la inexistencia no escucha y los sordos tampoco.
Pues bien, el cielo de Támesis no es el de los lisonjeros doctrinarios que exhalan artificios con cada padrenuestro. Este cielo no es un techo finito pretencioso de absolver pecados, las desdichas que aspira sin consentimiento propio son un alimento pesado que le da daño de estómago. El cielo derrama sobre nuestros techos y nuestras cabezas nuestra propia mierda.

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