Después de haber corrido
cierto danzante mono
por cantones y plazas,
de ciudad en ciudad, el mundo todo,
logró, dice la historia,
aunque no cuenta el cómo,
volverse libremente
a los campos del África orgulloso.
Los monos al viajero
reciben con más gozo
que a Pedro el Czar los Rusos,
que los griegos a Ulises generoso.
De leyes, de costumbres
ni él habló ni algún otro
le preguntó palabra;
pero de trajes y de modas todos.
En cierta jerigonza,
con extranjero tono
les hizo un gran detalle
de lo más remarcable a los curiosos.
«Empecemos, decían,
aunque sea por poco.»
Hiciéronse zapatos
con cáscaras de nueces, por lo pronto;
toda la raza mona
andaba con sus choclos,
y el no traerlos era
faltar a la decencia y al decoro.
Un leopardo hambriento
trepa para los monos:
Ellos huir intentan
a salvarse en los árboles del soto.
Las chinelas lo estorban,
y de muy fácil modo
aquí y allí mataba,
haciendo a su placer dos mil destrozos.
En Tetuán, desde entonces
manda el senado docto
que cualquier uso o moda,
de países cercanos o remotos,
antes que llegue el caso
de adoptarse en el propio,
haya de examinarse,
en junta de políticos, a fondo.
Con tan justo decreto
y el suceso horroroso,
¿dejaron tales modas?
Primero dejarían de ser monos.