Dentro de un bosque oscuro y silencioso,
con un rugir continuo y espantoso,
que en medio de la noche resonaba,
una leona a las fieras inquietaba.
Dícela un oso: «Escúchame una cosa:
¿Qué tragedia horrorosa
o qué sangrienta guerra,
qué rayos o qué plagas a la tierra
anuncia tu clamor desesperado,
en el nombre de Júpiter airado?—
¡Ah!, mayor causa tienen mis rugidos.
Yo, la más infeliz de los nacidos,
¿cómo no moriré desesperada,
si me han robado el hijo, ¡ay desdichada!—
¡Hola! ¿Con que, eso es todo?
Pues si se lamentasen de ese modo
las madres de los muchos que devoras,
buena música hubiera a todas horas.
Vaya, vaya, consuélate como ellas;
no nos quiten el sueño tus querellas.»
A desdichas y males
vivimos condenados los mortales.
A cada cual, no obstante, le parece
que de esta ley una excepción merece.
Así nos conformamos con la pena,
no cuando es propia, sí cuando es ajena.