Vivía en un granero retirado
un reverendo búho, dedicado
a sus meditaciones,
sin olvidar la caza de ratones.
Se dejaba ver poco, mas con arte;
al Gran Turco imitaba en esta parte.
El dueño del granero
por azar advirtió que en un madero
el pájaro nocturno
con gravedad estaba taciturno.
El hombre le miraba y se reía.
«¡Qué carita de pascua!», le decía.
«¿Puede haber más ridículo visaje?
Vaya, que eres un raro personaje.
¿Por qué no has de vivir alegremente
con la pájara gente,
seguir desde la aurora
a la turba canora
de jilgueros, calandrias, ruiseñores,
por valles, fuentes, árboles y flores?»
«Piensas a lo vulgar, eres un necio»;
dijo el solemne búho con desprecio;
«mira, mira, ignorante,
a la sabiduría en mi semblante:
mi aspecto, mi silencio, mi retiro,
aun yo mismo lo admiro.
Si rara vez me digno, como sabes,
de visitar la luz, todas las aves
me siguen y rodean; desde luego
mi mérito conocen, no lo niego.»
«Ah, tonto presumido»,
el hombre dijo así; «ten entendido
que las aves, muy lejos de admirarte
te siguen y rodean por burlarte.
De ignorante orgulloso te motejan,
como yo a aquellos hombres que se alejan
del trato de las gentes,
y con extravagancias diferentes
han llegado a doctores en la ciencia
de ser sabios no más que en la apariencia».
De esta suerte de locos
hay hombres como búhos, y no pocos.