Cruz María Salmerón Acosta

El perro

A Dionisio López Orihuela

Cuando me vine para mi destierro
un can vino conmigo,
y siempre para mí fue un buen amigo
y un compañero fiel, el pobre perro.
 
Él, que calles alegres recorría
a mi lado, en mis días de ventura,
vino también a hacerme compañía
en la tan prolongada y tan sombría
calle de mi amargura.
 
Largas horas pasó junto a mi puerta
echado sobre el suelo
en perenne desvelo
y hasta al más leve ruido, siempre alerta.
 
Otras veces, después de vana espera
el perro se dormía
como si por instinto comprendiera
que ninguno vendría
a consolar mi vida prisionera.
 
Y en las noches tan claras como el día,
a la luna lanzaba sus aullidos,
mientras yo prorrumpía
en versos a sollozos parecidos.
Hoy lo he visto morir, y no he llorado
por su viaje sin vuelta, ni siquiera
 
una lágrima, y he sufrido
pensando cuánto no habría aullado,
por un viaje cualquiera
que yo hubiese emprendido.
 
Me parece mirarlo todavía
fijando en mí con gran melancolía
su mirada de enfermo moribundo,
cual queriendo decirme que sentía
más dejarme en el mundo,
que la vida azarosa que él perdía.
 
¡Ah! Yo habría querido
pobre y noble animal,
en mis brazos tomarte
y cerrarte los ojos tan humanos
y cavarte una fosa con mis manos
y yo mismo enterrarte.
 
Y enterrándote echar sobre tu frío
cuerpo, puñados de tierra, perro mío,
con besos y lágrimas mojados,
cual solemos hacer con los despojos
de esos humanos seres adorados
que enterramos con llanto en nuestros ojos.
Mas, como nada de eso yo he logrado
hacerte, sobre el lecho donde herido
estoy, muy triste un rato me he quedado
viendo la playa donde te has a hundido.
 
Duerme por siempre junto al mar sombrío,
que para mí tanta poesía encierra,
en tu lecho de tierra
por el cual con placer cambiaría el mío.
Préféré par...
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