Augusto Roa Bastos

Tabernáculo del aire

El vértice del aire y del gusano
con su guerra de penumbra y de sol es el Hombre.
Como el almendro herido de amanecer y lluvia,
como el cereal latido de las parvas.
 
Para sus lupanares ácidos el gusano,
para su troje opaca, trabaja sordamente
en la estirpe de cal de nuestros sueños,
guardián anticipado, topo de nuestro nombre.
 
Pero el aire en sus altas moradas transparentes
baja desde las cumbres como un corzo de luna,
con sus iluminadas caracolas de nieve,
a llevarse en sus ágiles danzas el halo antiguo
de nuestra incorruptible y heredada hermosura.
 
Si el gusano defiende sus estratos de hueso,
su cuévano de escorias,
remolcará en los aires el aire mi vigilia,
mi soledad, mi lumbre, mi nostalgia de cielo,
sobre un tornasolado sostén de mariposas,
sobre la voz ondeante del almendro y del trigo,
sobre el inaugurado resplandor de la harina
que amanece en los labios del hombre cuando apenas
la tierra es ya un distante torbellino de larvas...
 
Sobre la subterránea senectud del gusano
forja su anillo de oro, tiende su voz el aire.
 
Y así, cuando a la verde colina de la infancia,
mirando al cielo trémulos como el agua dormida,
retornan nuestros ojos a quedarse en silencio,
el aire es ya una escala que remonta la ardiente
Ciudadela de Dios.

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