En el borde del día
se descuelga la luz,
como si alguien hubiera olvidado
cerrar del todo la ventana.
La brisa apenas existe.
Solo un murmullo de hojas caídas
—no las que caen ahora, sino las que fueron—
resuena en los pliegues del aire.
Y yo camino sin peso,
como si mis pasos no se hundieran,
como si la noche no fuera a cerrarse
detrás de mi sombra.
Quizás todo es un espejismo:
las colinas inclinadas en su levedad,
las casas encendidas que nadie habita,
el agua detenida en su fuga.
Hay nombres que ya no se pronuncian.
Los repite el viento
con su lengua de ceniza.
Y sin embargo, algo persiste.
Algo que resuena en el umbral de la niebla,
como un eco de lo que aún
podría ser nombrado.