How ill doth he deserve a lover’s name
Whose pale weak flame
Cannot retain
His heat...
—Thomas Carew
I
Qué tan cerca,
qué tan nuestro
nos aguarda el día del amor,
sus manos calmas,
sus ojos vueltos
el gemelo espejo uno del otro,
la transparencia al fin de los espacios
ya siempre unidos,
la sed de nada.
II
Y la vuelta
que es imposible,
y la cima que asir ya no podamos
que se derrumbe
y nos envuelva
en su caer de nombres rotativos,
en su poblar la nada de presencias,
en su caída,
eclipsadas.
III
Momento de resurrecciones
de uniones ya vencidas
por el tiempo o por la larga
conjunción de la costumbre;
veo que emergen
nuevos ojos
en el rostro de este encuentro,
su mirar nos tiende nuevos frutos:
sus raíces
son las mismas.
IV
Pero la noche acude y se degüella
contra la luz que aquí pacía,
contra la casa, contra la mesa,
contra el rumor de nuestros cuerpos escindidos
por una mano
que se rehúsa
a contenernos: nuestros cuerpos son cuchillos.
V
Mas ya volvemos del silencio a la palabra,
regresas de ti y yo de mí,
buscamos un cuarto hecho de instantes,
somos hijos del tiempo y engendramos
un tiempo diferente al que nos dimos;
nuestros cuerpos se abren como flores
carnívoros, ajenos, transparentes,
reunidos en hoyar y reintegrarse
a la entraña de este día que se penetra
en las azules piernas de la noche,
en su ancestral anhelo de ser otro.
VI
Somos el mundo brevemente:
recogemos tú de mí y yo de ti
el bocado de lo múltiple y eterno,
la semilla de lo otro,
en vaso nuevo
estando vivos bebemos como muertos,
tocando el suelo
volamos como el ave,
nos movemos
deseando perpetuarnos,
siendo copas en surtir queremos
empeñarnos:
donación absoluta.
VII
Salta la luna,
muerde tu espalda.
Su silencio es un búho
y tú las alas,
su ceguera avanza
y te ilumina,
te vuelves más real
y me sustentas,
bajo los arcos de tu luz invento
un altar a tu presencia diáfana.
VIII
Ensoñación que camina
y descamina
el instante
reposa sobre nosotros,
nos abre y nada toma,
ilusión de manos extendidas
que tocan
un cuerpo extraño:
el antiguo despertar de una mañana.
IX
Clarea el día,
su casa es este cuarto,
su estancia es permanente
como la roca
bajo el río;
permanece el día inamovible
y lo alojamos
en nuestra casa,
lavamos sus ropas transparentes,
reanudamos su hambre impedida:
bajo este techo de olmos y perdices
que es nuestra paz
hay su posada.
X
Pero una tarde
de oros y raíces
en que hasta el polvo
nos oía,
pasó el día del amor
y no lo vimos
caduco instante
en que el oscuro anhelo de querernos
llegó de noche
para siempre.