Pueden pasar los años sin la breve costumbre
con que hilvanan las horas
los ciegos tejedores.
Pueden soplar el cuerno de la abundancia
seguros de que allí aguardará la bestia
con su hambre y desidia.
Un hombre marcará tu rostro,
tatuará tu soledad con un gesto leve
como quien alza una hoja mojada
del fondo misterioso de algún lago.
He creído en tu nombre y en la palabra
que empañaría los espejos.
He creído en los espejos y en la mano
que iguala tu gesto con mi gesto,
tu mano con mi mano, tu pecho con mi pecho.
Pueden pasar por el sueño de la fiera, la carne inasible de los hombres,
y en todos habrá un hueco donde quemar la noche,
una espalda a la que abrazar
cuando llegue el instante de mostrarnos las manos,
la cal de las manos revelándonos
la culpa de los astros.
A qué pensar en las ventanas
si el salto es siempre un viaje a lo imposible.
Una puerta no se abrirá. Ningún cuerpo
es la casa en donde quedarnos.
Nadie dirá éste es el mundo, éstas las casas
donde se ovilla lento el perro del silencio.
Camino de ningún lugar, la nada irá moldeándonos
sus mejores figurillas.
Aquí está la soledad inexplicable de los pájaros,
la sangre que al verterse no suda en los vitrales.
Hemos velado con descuido el fuego de las piras,
la carne chamuscada ha creado su siluetas de miedo,
el silencio nos ha empujado, lento, con sus manos de hierro.
Ciudad o sueño, hemos dicho. Cuerpo, máscara, hemos dicho,
pero faltaba la tranquilidad de un parque
o el despertar mirando la espalda soñada;
faltaba la certeza de un amor, el espasmo
incandescente de una luz impropia;
faltaba el rostro que queda cuando ya no hay rostro,
el cuerpo al desnudo cuando ya no hay cuerpo;
Ciudad o sueño, ¿a qué puede parecernos este vivir
junto a la fiera, alimentarla con esa paciencia
de reo, como si más allá no existiera nadie,
como si más allá fuera sólo el mundo
volviéndonos la espalda?
Ciudad o sueño, pero qué ciudad o qué sueño.