Érase una vez un pequeño lazo,
un lazo bien colocado
transparente, bien atado.
Adornaba una valla,
saludaba con su redondez
la visita efímera de los pájaros
y estiraba sus dos brazos
hacia la luna como tocando.
Con el tiempo, la inclemencia
lo fue dejando desnutrido, deslavado.
Estaba menos redondo
y sus brazos apenados
acababan abrazándose
a sí mismos.
Por la noche una estrella
asomada a tal escena
dejó caer su linterna,
una pregunta viajera
al viento, un yoyó.
¿Qué hace ese lazo
abrazado a sí mismo?
El viento de la noche
redobló la pregunta,
pero nadie respondió.
El viento llamó a un pájaro
que coreó la pregunta,
pero el lazo no cantó.
El viento bajó la estrella,
que con sumo cuidado,
la alumbró:
¿Qué haces, pequeño lazo,
tan transparente en tu quietud?
Pero el lazo desapareció
fundido en la larga sombra
del descuido.
El viento afín,
transparente como el lazo,
similar y certero,
se fue mimetizando
y levantando con furia
su compasión.
Con gráciles piruetas
se fueron enredando
y entre abrazo y desabrazo
el lazo levantó su redondez
y comenzó a mirar a cada lado
y a doblarse los pliegues de las manos
y a agitar sus largos brazos.
Ya colorado y desenredado
se dio cuenta,
que era libre de la valla.
Comenzaron a jugar
de libélulas y abejas
saludando a las nubes
de formas ajenas,
ni siquiera comprendía
su propio “transform-amando”.
Bailó con el viento un lento tango
y despegó de nuevo
hacia el espacio.
© Maria Luisa Arenzana Magaña