Antes de que tú nacieras,
un danzar de manecillas
arraigaban su estrella
desde una lejanía
de horizonte inhiesto,
y un superviviente crudo
del desabrigo
resistía en pedanía
cada tempestad
y ya era alcázar de vida
en su frágil desnudez.
Antes de que tú nacieras,
un traqueteo de manecillas
enraizaba su estrella
en la tierra
y un vertical semblante
de regia solemnidad
se erguía en rima
de un sol consonante.
Antes de que tú nacieras,
un cantar de manecillas coreaban
fábulas de luna llena
y descendían de su cráter
con moralejas de vida
y sueño en él.
Antes de que tú nacieras
ya era cuerpo y percha del campo
ya se asía al manto,
ya se arrojaba al cielo,
ya se desvestía solo,
ya soportaba el miedo,
ya ordenaba los espacios,
ya cimentaba la casa,
ya creaba los colores,
ya iluminaba las almas.
Antes de que tú nacieras
ya alguien con gentilicio de allí,
respiraba su linaje
y crecía sus brazos
con lentitud de allí
y abrazaba en piedad
a sus huéspedes.
Antes de que tú nacieras
ya conocía la sed,
ya se hacía desierto en el
“buclear” de los tiempos,
ya subsistía en humildad
la asidua sequía estival,
ya bebía minúsculamente
la imperceptible gota
del limo.
El día que
compraste la tierra
él no firmó el contrato
ni garantía de respeto
al inocente, al protector,
al guardián del aire,
al cobijante.
El día que
compraste la tierra
él era fidelidad campesina,
mansedumbre del silvestre silencio
templanza agreste,
sin molestar a nadie,
era ya pulmón externo
para ti, allí.
Cuando compraste la tierra
él no vio en tus ojos el desprecio
ni la arrogancia de la muerte,
no supo de tu regreso allí
unos días más tarde.
Cuando compraste el terreno,
ya había entregado su índole
a la tierra y al paisaje
y ya había saludado a las estrellas
quince mil setecientas noches,
todas y cada una de ellas.
Cuando llegaste aquel día
y lo hallaste desarmado como siempre,
mataste la mejor obra de arte
de la tierra, su majestuoso
cielo vertical
y no durmieron esa noche
los pájaros ni las ardillas ni los poetas,
y a saber cuanto tiempo de vida
semejante hecho nos resta
por la aflicción que tal indignidad
al corazón sensible anexa.
Lloré hace unos días de impotencia:
un árbol tras otro,
un triste dominó celeste:
“Otro parking señoría
para el día de la romería.”
No falta espacio
sino corazón y cordura
y qué perdidos estamos
en su dual ausencia.
Dice la leyenda que cuando llegan al cielo los egoístas,
los árboles les reciben con sus brazos abiertos
llenos de inocencia.
Mientras los narcisos siguen arrasando con todo,
extasiados con la falsa imagen que les devuelve el espejo,
la naturaleza revela poco a poco su inigualable belleza,
una sensibilidad a la que pocos son capaces
de abrir los ojos.
© Maria Luisa Arenzana Magaña