Fran Gonzalez

Madre, Hilo de Sombra

No había ruido en ti,
solo la cadencia de lo inevitable,
el gesto aprendido del que cose ausencias
sin dejar que nadie las vea.
Eras la brisa que no pide permiso,
el reloj que avanza sin ocupar espacio,
la raíz que sangra en la tierra
pero sostiene el árbol
sin que el árbol lo sepa.
 
Siempre inclinada hacia el día siguiente,
siempre apartando el frío
con la yema de los dedos.
Luz gastada en la penumbra de otros,
nombre dicho a medias,
rostro que el mundo dibujó con líneas finas,
sin ruido, sin gritos,
sin la gloria de los que piden.
 
Y un día, la sombra.
No la esperaste,
pero la dejaste entrar
como todo lo demás:
en silencio,
sin preguntas.
No te desplomaste,
te volviste piedra
y la piedra aprendió a latir
con la mitad de su cuerpo dormida.
 
Sigues ahí,
murmurando en los rincones
con la paciencia de quien sabe
que la vida nunca devuelve nada,
pero tampoco lo quita del todo.
Sigues ahí,
con la mirada en la orilla,
como quien oye el mar en la distancia
y aún cree,
aún espera,
aún sabe que la luz
no se apaga del todo.

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