Quise tocarla en la brisa,
pero el viento la llevó lejos.
Quise llamarla en la noche,
pero mi voz no halló su eco.
Su sombra rozó mi sombra,
un instante, un latido, un sueño.
Pero la luz cambió de sitio,
y solo quedó el recuerdo.
Él la vio por primera vez en una tarde de otoño, cuando las sombras de los árboles se alargaban sobre el suelo húmedo. Ella caminaba como si el mundo no la tocara, con la mirada perdida en un horizonte que solo ella parecía ver.
Quiso llamarla, pero su voz se quebró en su garganta. Su nombre, frágil y lejano, se deshizo en el aire antes de alcanzarla.
Pasaron los días, y él aprendió a reconocerla en la multitud sin que ella supiera de su existencia. La encontraba en los reflejos del río, en la música lejana de algún violinista callejero, en la brisa que movía su cabello cuando pasaba a su lado.
Una vez intentó rozar su sombra, alargando la mano cuando el sol la dibujó junto a la suya. Pero la luz cambió, las siluetas se esfumaron, y él quedó con la palma vacía.
Ella nunca supo que existió.
Él nunca dejó de buscarla en los lugares donde el tiempo la había olvidado.