Nuestros cuerpos, saciados y exhaustos,
Yacen entrelazados en la cama.
Aún persiste el eco de los gemidos,
La fragancia del desenfreno que nos inflama.
Mas, ante nosotros, la ventana se abre,
Enmarcando el horizonte infinito del mar.
Sus aguas, antaño serenas, ahora parecen
Reflejar la pasión que nos hizo estremecer.
Contemplo ese vasto océano, ahora turbulento,
Que parece evocar el frenesí de nuestros amores.
Las olas, cual caricias, se quiebran y se retuercen,
Dejando a su paso efímeros rastros de ardor.
Y en las profundidades, donde la luz se extingue,
Imagino los tesoros que aguardan ser descubiertos.
Tesoros de placer, de delicia y de entrega,
Que se ocultan, ansiosos, en los secretos del abismo.
Pues este mar, que antaño me parecía sosegado,
Ahora vibra con la misma energía que nos poseyó.
Sus aguas, ávidas de lujuria y de anhelo,
Reflejan el fuego que en nuestras almas brotó.
Así, frente a esta ventana que se abre al infinito,
Siento que el mundo se ha vuelto un inmenso lecho.
Un lecho donde el mar, la tierra y el cielo
Se funden en un solo cuerpo, palpitante y estrecho.
Y en este éxtasis que aún perdura en mi ser,
Comprendo que el cosmos entero es un templo del placer.
Pues en la unión de nuestros cuerpos ardientes,
Hallamos la clave de este universo en constante devenir.