Se me antoja caer sin aviso,
como quien pisa el borde del mundo y sonríe,
sabiendo que el vacío tiene sus trucos.
Cada vértigo es una forma de sed,
una trampa que sabe a beso lanzado al aire.
Me habita el antojo de los equívocos,
de los juegos donde nadie gana,
del error que se siente perfecto por un instante.
Como si romperse fuera necesario,
como si la ruina tuviera también su música.
Quisiera entrar por la puerta equivocada,
tropezar con la sombra de alguien más,
y sentir el peso del azar en la nuca,
como una amenaza suave,
como una caricia que araña lo justo.
Cada trampa tiene su belleza oculta:
la belleza de la caída,
la promesa de lo roto que nunca se repara.
Un antojo es siempre un filo,
un gesto que sangra lento en la memoria.
Me asomo al borde del día,
y juego a dejarme ir,
como si caer fuera también una forma de volar,
como si el abismo pudiera ser un hogar.