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En noches de luna clara,
el galán, con voz sincera,
enamoraba a su estrella
con canciones de alborada.
Cartas llegaban selladas
con perfume y con ternura,
declarando con dulzura
un amor puro y eterno,
que en cada verso y cuaderno
se mostraba con bravura.
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Bajo los árboles altos,
paseaban las parejas,
con miradas cual abejas
y susurros a lo bajo.
Compartían sin desmayos
esperanzas e ilusiones,
en dulces conversaciones
de un amor que florecía,
y en cada paso sentía
las más tiernas emociones.
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El abanico escondido
y el pañuelo en la mano,
eran signos del humano
afecto limpio y sentido.
Cada gesto era vivido
como un lenguaje secreto,
que del alma era el reflejo
en un cortejo perfecto,
donde el amor siempre recto
se mostraba tan directo.
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Así, en tiempos de antaño,
se vivía el dulce amor,
con paciencia y con valor,
sin el miedo del engaño.
Cada paso era un peldaño
que acercaba corazones,
y entre suaves emociones,
se forjaban los destinos
de aquellos tiempos divinos,
de sinceras relaciones.