Bebelo corría por el monte seco, dejando atrás las huellas de su infancia. El sol, inmenso, caía sobre la caatinga como una bendición y un castigo. Su madre le había dicho que la alegría era algo que se encontraba en los márgenes del camino, nunca en el centro. Él no entendía entonces, pero ahora, con los pies polvorientos y el aliento entrecortado, comenzaba a sospechar su verdad.
Había crecido entre historias de jagunços, de hombres que se enfrentaban al destino con la misma fiereza con la que el viento desgarraba las ramas secas. Pero Bebelo no quería la guerra, no quería la sangre en sus manos, aunque el destino se empeñara en ponerlo en medio de ella.
Aquella mañana, mientras cruzaba el pueblo, vio a Zefa sentada en la sombra de una jacarandá. Sus ojos eran oscuros como el agua de los riachuelos que solo aparecen en la estación de lluvias. Ella le sonrió y él sintió, por un instante, que los márgenes de la alegría se abrían como un sendero claro en la maleza.
Pero la alegría, en el sertón, era efímera como el vuelo de un pájaro asustado.
Los hombres llegaron al pueblo con sus caballos sudorosos y fusiles al hombro. Gritaron nombres, dictaron órdenes. Bebelo sintió la mano de Zefa sobre la suya, apretando con la desesperación de quien quiere atrapar un sueño antes de que se disuelva en la brisa.
—No vayas—susurró ella.
Pero Bebelo sabía que no podía huir del destino. Lo había visto en los ojos de su madre, en las cicatrices de su padre, en las historias contadas al calor del fogón. Se incorporó, apretó los puños y caminó hacia los hombres, hacia la guerra, hacia la incertidumbre.
Mientras se alejaba, con el corazón latiendo como un tambor en la lejanía, escuchó la risa de unos niños jugando en la calle polvorienta. Y en ese sonido, comprendió finalmente lo que su madre quería decirle: la alegría no era un lugar ni un destino, sino esos pequeños momentos en los márgenes, entre la sombra de un árbol y la sonrisa de una muchacha.
Pero él ya no tenía tiempo para detenerse.