Augusto E.

Por aquellos que no están

En el aire que rodeaba la sala se podía notar que Elena faltaba a la mesa, no era la primera vez pero en esta ocasión era apabullante. Y con ella faltaban su gracia, la risa tan contagiosa que tiene, su extraño ademán de pedir las cosas con un suave y ligero giro de muñeca, las conversaciones tan animosas que traía, a la mesa le faltaba Elena y en muchas ocasiones Elena era la razón para sentarse a comer. Quizás mis familiares sentados alrededor de este conjunto de maderas funcionalmente clavadas por mi tío piensen que la comida y Elena no estén completamente unidas, pero para mí eran la combinación perfecta. Ella cocinaba las comidas más deliciosas, amasaba esos suaves panes de perejil para acompañar con la sopa o los guisados que, durante tantas horas, revolvía y dejaba tanto de sí para que disfrutáramos calentitas, recién salidas del horno.
Ahora, en la mesa, mi padre desviaba la vista del plato y de los demás, observando tan solo sus manos jugando con el tenedor, Todos permanecían callados, algunos daban pequeños bocados a la polenta con salsa recalentada que había dejado preparada la abuela.
El abuelo con una mueca entrecortada dijo: –Mañana debemos ir a comprar más harina, nos estamos quedando sin té, podemos pedir fiado.
Pero las compras las hacía Elena y el dueño del mercadito de la esquina confiaba plenamente en ella, creo que no había visto en meses a ninguno de nosotros salvo a mí un par de veces. Entonces le contesté que iría, lo continuó el mismo silencio espantoso.
Al terminar, levantamos todo de la mesa y cada uno regresó a sus quehaceres antes de que cayera la noche. La abuela fue a leer en el sofá, el abuelo regresó al garaje y papá se recostó en la cama una vez más.
El frío del invierno nos fatigaba a todos, pero necesitaba salir de la casa así que fui al patio, era un pequeño terreno cercado por maderas y rodeado de pastizal no cortado hace tiempo que tapaba la pequeña huerta que habíamos preparado unos meses antes. Como no podía caminar entre la hierba alta, decidí salir a la calle y juntarme con alguno de los chicos del barrio, algunos se encontraban andando en bicicleta o jugando a las atrapadas. Ninguno de los vecinos sabía sobre la partida de Elena, se había marchado antes de la madrugada cuando ni siquiera los tempraneros trabajadores se levantaban y me la imaginaba caminando las oscuras calles con un bolso cargado a la espalda.
Comencé a llorar y es difícil de describir luego de ocurrido el evento pero realmente ocurrió, porque estuve negando la despedida durante toda la mañana pensando en la imposibilidad. Se sintió catártico y bueno, por alguna razón indescriptible. Pienso que se debe a perder algo vital para mí pero cuya pérdida significa un bien para la otra persona. Tan querida por mí.
Algunos niños en bici me vieron llorando en la esquina de una cuadra que ni siquiera observaba y vinieron a preguntarme qué ocurría, aunque no quise contestar, todos me tomaron bajo sus alas y uniéronme a sus juegos y correteadas. Antes del anochecer decidieron ir a la zona de montes donde los arboles guardan criaturas inimaginables, bestias creí en su momento.
Mientras revisábamos entre los arbustos pude ver la silueta de un ave, de grandes alas y cuello larguisimo que empezó a aletear y despegó vuelo, una parvada de siguió y estuvimos mirándolas durante un buen rato hasta que se perdieron en el horizonte. El más alto de los niños dijo en voz baja: Las palomas viajan en esta época del año a zonas más calurosas, escapan del invierno cuando sienten los primeros fríos. Se van todos y regresan cuando sienten que es habitable y pueden encontrar comida.
Me quedé pensando todo el camino a casa en esto, cuando entré por la puerta vi al abuelo leyendo nuevamente el diario del domingo, aunque ya era miércoles y se lo señalé. Cuando dio vuelta el papel, se tomó la cabeza con una mano y dijo:– Pero qué tonto, me habré dejado el de hoy en la cocina. Y hoy ando muy despistado– luego me pidió que le alcanzara el periódico del día.
Ahí vi a mi padre lavando los platos, al verme saltó en regaños por haberlos lavado mal ayer y reprochó el gasto de agua y tiempo que lleva hacerlo de nuevo, por mi falta de ganas de hacerlo bien. También aclaró que tenía cosas mejores que hacer que estar revisando qué hacía yo y si lo había hecho bien. Poco después se dirigió a su cuarto pidiendo disculpas sinceramente y se oyó un fuerte portazo.
Los abuelos prepararon la cena pero tras llamar a papá por un largo tiempo, decidieron poner la mesa y cenar. Si el desayuno fue una misa de domingo, la cena fue un funeral. Las miradas desesperanzadas de mis abuelos no ayudaban a darle algo de alegría al agradecimiento por la comida. Al finalizar, mi abuelo me dirigió a cepillarme los dientes y me recostó, tomó sus lentes guardados en el bolsillo de su camisa y estiró la mano para tomar un libro en mi mesita de noche.
–Éste solía leértelo Elena. Desde ahora te lo voy a leer yo, será un privilegio– dijo con una sonrisa forzada. Cuando abrió el libro, se cayó un papel que tenía la frase “Te quiero mucho, Brunito”. Al abuelo le cayeron lágrimas que ocultó con su mano y luego se inclinó hacia mí pidiéndome disculpas. Pidiendo mil disculpas por todo.
–Elena nos abandonó, abuelo– le dije, entristecido– Ella se fue a un lugar más habitable, pero estoy seguro de que en verano va a volver y el calor volverá a esta casa–, me acerqué y le di un abrazo, entonces le dije de cerca– Para el verano vuelve, abuelito. Estoy seguro–.

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