Angel Alvarado

El mañana

Dime, cálida noche,
¿cómo podría aprovechar tu brillo?
Anhelo la merced
de tu centelleo hecho mujer.
Respóndeme con algo más que el trino
de los grillos. ¿O acaso no soy digno
de olvidar el ayer?
 
Ya veo...
 
Entonces háblame tú, altiva alba.
La noche a mí no me ama;
tira tus besos mojados al aire
y abastéceme de sol con tus brazos.
Pero no... ¡Tus besos, no los alcanzo!
¿Qué no escuchas a nadie
llamándote de entre los áspides?
 
Ya veo...
 
Ya no intentaré más gastar mi aliento.
La tarde venidera
me ha oído llorar los desaciertos
que tuve con su madre y con su abuela.
Se mofará de mí;
si la llamo volveré a sufrir.
 
Mejor...
 
Invocaré al mañana
y me deleitaré con su figura.
Para observarla, mi propia mirada
debe clavárseme en las negras brumas
de mi alma. Sólo así veré a la musa
y la amaré en silencio;
desnuda, su misterio
será igual que los pechos de una incauta
que se asume sola, allá en la ducha,
mientras levanta, sin saberlo, toda
la vida con su danza majestuosa.
 
Y así...
 
Miro mi rostro pues,
y el porvenir se me revela en lágrimas.
La musa del mañana es la tristeza
y falsa es la mujer
de mis ensueños... ¡oh! y la distancia
entre aquella triste fémina y yo
no es más larga que el rabo de un ratón.
 
Pienso...
 
Veo el frágil cuerpo del mañana
y aún así me siento
capaz de ir a su encuentro.
Germinan de sus pechos leche y calma
y emergen sus costillas
de su apagada tez;
sobre sus muslos destellos y estrías
desgarran al cielo como al papel.
Es como una tromba que me envuelve
y me recuerda a otra bella mujer
de sonrisa eterna y expresión inerte,
que quiebra a los hombres y agria a la fe.
 
Qué dicha conocer que el porvenir
precederá a la muerte
y que una vida insulsa y baladí
llega presta y célere
con la más bella de entre las mujeres.

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