Me adentro en aquella sala de vistas, luminosa pero pequeña, con unas cuantas sillas de madera a la entrada. Estoy nerviosa y cagada de miedo. Es mi primer juicio. Frente a mí, imponente y sedente, el juez de turno con su túnica negra. A su derecha, la fiscal pelirroja y con una mascarilla negra. Charlan con complicidad. A mi derecha el acusado de agresión. Soy la denunciante en este juicio de faltas y la primera en declarar ante aquel micrófono plastificado sin ninguna función aparente. Mi padre está detrás, acompañándome en silenciosa compañía, pero el juez lo echa por no ser testigo de los hechos, a causa del coronavirus, ya que el aforo es limitado. Respondo a las preguntas de la fiscal y en cuyos ojos no se ve el juicio que sí vislumbro en los del juez. A la pregunta de cómo han sido los hechos, yo se los relato: fui agredida por este señor aquí presente, me cogió de la pechera y me tiró de mi bicicleta, quedando esta tendida en el suelo. Yo me incorporé y me siguió empujando y me cogió del cuello y me puso contra la ventana del bar. Una agresión en toda regla, pero no tengo pruebas gráficas. Ese es mi problema. Su abogado intenta pillarme en mentiras y contradicciones, pero no lo consigue. Mi verdad es la verdad. No obstante, y a pesar mío, tengo a los testigos en mi contra, que afirman que el hijo de puta no me agredió, que él lo único que hizo fue calmarme porque estaba muy nerviosa. Mentiras tras mentiras. Son unos falsos. Uno de los testigos vio la agresión. Él mismo me lo confirmó en aquel momento, pero se retractó porque se acojonó (y por, quizás, una posible compra de voluntades). Ante estos testimonios en mi contra, la fiscal pide la absolución del acusado por falta de pruebas y el abogado habla de que mi versión es completamente inverosímil y llena de contradicciones. Tengo todas las de perder. Nada está a mi favor. Me siento más sola y apartada que nunca. Ellos se arropan los unos a los otros, son uno. A mí no me abriga nadie. Siento frío en mi piel... el juez me comenta que si sigo adelante con la denuncia se me puede acusar de falso testimonio. Yo le digo que sí y entonces en ese momento me dice: “vale, ya estás avisada” como poniendo en tela de juicio mi versión. Cuando el juicio acaba, salgo de allí con una sensación de derrota, de dolor, porque he presenciado como se pisotea el nombre de la verdad. Cada vez odio más a la gente. Es mentirosa e hipócrita y en este juicio se ha demostrado. Todos han incurrido en falso testimonio, pero no hay ninguna forma de demostrarlo. La justicia no siempre es justa. Nadie pagará por el mal que me han causado. Injusticia, rabia, impotencia. Eso es lo que siento a mi salida del juicio.