Dulce María Loynaz

Poemas sin nombre: CXIII

Has vuelto a mí después del gran silencio. Traes en los labios una palabra vencedora de la muerte, la única que en verdad pudo salvarse.

Pero ella bastará para llenar el mundo de dulzura, para tejerle redes al tiempo, para rescatar, como enjambre de abejas que no ha ido muy lejos, todas las horas perdidas.

y como todas serán nuestras, podemos ya elegir la más hermosa: dirás tu palabra al amanecer, amado mío. Debe haber luz cuando tú hables.

Debe haber luz y empieza a haberla. Y esta aurora me toma de sorpresa, como si nunca hubiera amanecido, como si todo este tiempo Dios se hubiera olvidado de amanecer.

Pero no fue así ni pudo serlo. Era yo quien tenía los ojos cerrados, voluntaria y voluntariamente cerrados a los bienes que Dios ponía todos los días en mi mano, a toda luz, a todo bien que no fueras tú mismo. Y tú no venías...

Ahora me cuesta abrir los ojos que cerré por tanto tiempo, y he de habituarme a la luz del día – ¡a la luz tuya!– como el infante a leche nueva...

Espera, amigo mío, que me aclimate a la felicidad...

Al mediodía, con el sol vertical sobre la frente y despojados hasta de la propia sombra, será bello escucharte.

Es cierto, hemos llegado mediodía y aún no he abierto mi corazón a tu palabra.

Yo tuve siempre un corazón de cierva perseguida que ya tú no recuerdas aunque sigas amándolo...

Pero ese corazón regresa siempre, y ya al atardecer estará aquí para escuchar temblando tu palabra.

¡Qué triste está la tarde! ¿Sabes tú que la tarde está muy triste?

Yo solo he querido saber que está aquí, al alcance de mi mano tendida, de mi desfallecida ternura...

Solo quiero saber que estás aquí, y estás – lo sé también– con una palabra que es la que da sentido a mi espera, realidad a tu presencia.

Y no imaginas cómo yo soñaba esa palabra tuya...

¡Cómo hasta con las uñas arañaba el silencio, lo desmigajaba en su busca!

Ahora eres tú quien va a dejarla caer lentamente en mi pecho.

Ha de ser lentamente porque las palabras también tienen su peso... Y la felicidad, como las buenas medicinas, lleva siempre una mínima dosis de veneno...

Ha de ser lentamente, para que yo no muera de felicidad.

Lentamente. Aunque caiga la noche antes que tu palabra.

La noche... Es ya la noche.

¿Tienes sueño? Yo también tengo sueño. No lo sabías, y acaso no lo sabía yo misma.

Velé tanto, que el alma se olvidó de que era alma y el cuerpo se olvidó de que era cuerpo.

Tanto, que toda yo me volví ojos: inmensos, innumerables, fijos ojos abiertos.

Árbol de ojos, agonía de ojos... Pude ser todo esto sin saberlo; pude borrarme de mí, suplantarme, engañarme, secuestrarme... Pero la verdad es que hace ya mucho tiempo que tenía sueño...

Y ahora sólo es hora de dormir.

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