I
—Pende en la comisura de tu boca,
pende tu confesión, y yo la veo:
casi cae a mis manos.
Di tu confesión, hombre de pecado,
triste de pecado, sin paso alegre,
sin voz de álamos, lejano de los que amas,
por la culpa que no se rasga como el fruto.
Tu madre es menos vieja
que la que te oye, y tú niño es tan tierno
que lo quemas como un helecho si se la dices.
Yo soy vieja como las piedras para oírte,
profunda como el musgo de cuarenta años,
para oírte;
con el rostro sin asombro y sin cólera,
cargado de piedad desde hace muchas vidas,
para oírte.
Dame los años que tú quieras darme,
y han de ser menos de los que yo tengo,
porque otros ya, también sobre esta arena,
me entregaron las cosas que no se oyen en vano,
y la piedad envejece como el llanto
y engruesa el corazón como el viento a la duna.
Di la confesión para irme con ella
y dejarte puro.
No volverás a ver a la que miras
ni oirás más la voz que te contesta;
pero serás ligero como antes
al bajar las pendientes y al subir las colinas,
y besarás de nuevo sin zozobra
y jugarás con tu hijo en unas peñas de oro.
II
Ahora tú echa yemas y vive
días nuevos y que te ayude el mar con yodos.
No cantes más canciones que supiste
y no mientes los pueblos ni los valles
que conocías, ni sus criaturas.
¡Vuelve a ser el delfín y el buen petrel
loco de mar y el barco empavesado!
Pero siéntate un día
en otra duna, al sol, como me hallaste,
cuando tu hijo tenga ya treinta años,
y oye al otro que llega,
cargado como de alga el borde de la boca.
Pregúntale también con la cabeza baja,
y después no preguntes, sino escucha
tres días y tres noches.
¡Y recibe su culpa como ropas
cargadas de sudor y de vergüenza,
sobre tus dos rodillas!