Era una charca pequeña, toda pútrida. Cuanto cayó en ella se hizo impuro: las hojas del árbol próximo, las plumillas de un nido, hasta los vermes del fondo, más negros que los de otras pozas... En los bordes, ni una brizna verde.
El árbol vecino y unas grandes piedras la rodeaban de tal modo, que el sol no la miró nunca ni ella supo de él en su vida.
Mas un buen día, como levantaran una fábrica en los alrededores, vinieron obreros en busca de las grandes piedras.
Fue eso en un crepúsculo. Al día siguiente el primer rayo cayó sobre la copa del árbol y se deslizó hacia la charca.
Hundió el rayo en ella su dedo de oro y el agua, negra como un betún, se aclaró: fue rosada, fue violeta, tuvo todos los colores: ¡un ópalo maravilloso!
Primero, un asombro, casi un estupor al traspasarla la flecha luminosa; luego, un placer desconocido mirándose transfigurada; después... el éxtasis, la callada adoración de la presencia divina descendida hacia ella.
Los vermes del fondo se habían enloquecido en un principio por el trastorno de su morada; ahora estaban quietos, perfectamente sumidos en la contemplación de la placa áurea que tenían por cielo.
Así la mañana, el mediodía, la tarde. El árbol vecino, el nido del árbol, el dueño del nido, sintieron el estremecimiento de aquel acto de redención que se realizaba junto a ellos. La fisonomía gloriosa de la charca se les antojaba una cosa insólita.
Y al descender el sol, vieron una cosa más insólita aún. La caricia cálida fue durante todo el día absorbiendo el agua impura insensiblemente. Con el último rayo, subió la última gota. El hueco gredoso quedó abierto, como la órbita de un gran ojo vaciado.
Cuando el árbol y el pájaro vieron correr por el cielo una nube flexible y algodonosa, nunca hubieran creído que esa gala del aire fuera su camarada, la charca de vientre impuro.
Para las demás charcas de aquí abajo, ¿no hay obreros providenciales que quiten las piedras ocultadoras del sol?