Fresas frescas
en una mañana
de un distante pasado
que invita al baile.
Éramos jóvenes
como la biología.
Éramos tercos
como la genética.
Decíamos cosas, usábamos palabras
para describir experiencias,
sin darnos cuenta del daño
que le hacíamos a la lengua.
Tomábamos galones de agua sucia
porque solo eran los adultos,
aquellos infames aburridos,
los que terminaban enfermos.
Caminábamos el doble, con piernas cortas,
para quejarnos el triple.
Pero nos aguantaban.
¿Para qué?
Éramos almas inocentes,
hasta que dejamos de serlo.
Y entonces estábamos
atrapados en cuerpos.
Éramos mentes capaces,
mentes que sabían lo que era
el sexo, la vida, la muerte.
Pero ay, cuidado, no hablemos
de esos temas frente a los niños.
Porque esos temas se tratan
a las espaldas de los niños,
porque esos temas son de adultos.
Y jugábamos a pintar realidades
que esos adultos no comprendían.
Usábamos palabras que esos adultos
jamás pudieron entender.
Porque esos temas
no hay que hablarlos frente a los adultos.
La paz, el amor, la honestidad.
Todos esos temas eran nuestros.
Hacíamos carreras con el tiempo.
Perdíamos momentos para crear
experiencias de vida y sentíamos
que esa esperanza no se acabaría.
Hasta que se acabó. Porque todo
lo que es bueno tiene un final.
La infancia no se salvó.
La infancia jamás se salvará.
Eso dicen los adultos ahora.
No notan que es su incompetencia
lo que termina por matar
al infante que llevan dentro.