Juan Clemente Zenea

En días de esclavitud

     Muéveme el buque y la apiñada gente
se apresura, se va, vuelve, se agita
monta el ancla en la proa el corvo diente,
y el opreso vapor se escapa y grita.
 
     Se abrazan los amigos angustiados,
llega el instante del partir supremo,
sepáranse las barcas de los lados
y el agua surcan al compás del remo.
 
     Al soplo de la brisa gemidora
colúmpase la nave y se adelanta,
rompe el mar con su cortante proa
y espuma hirviente en su redor levanta.
 
     Pensando en el pasado y lo futuro,
tendida como un cisne sobre el llano,
quédase al pie del artillado muro
la señora del Golfo Mejicano.
 
     Y ya la cabellera oscura ondea
del humo vago en la región vacía,
y sobre el tope el pabellón flamea,
y partimos... y ¡adiós, oh patria mía!
 
     Vienen de la ciudad voces lejanas
que el desgraciado corazán oprimen,
y al toque de oración de las campanas
los ecos tristes de la tarde gimen.
 
     Asoman solitarias las estrellas,
y engalanan las orlas del espacio
las tintas melancólicas y bellas
del ópalo, las perlas y el topacio.
 
     Empieza a vacilar la incierta raya
que dibujan las costas y los montes,
húndese las palmeras de la playa
y se visten de azul los horizontes.
 
     El sol, al ver la luna, corta el paso;
y se ven suspendidos, frente a frente,
un globo de oro y sangre en el Ocaso
y un globo de alabastro en el Oriente.
 
     ¿Y adónde vamos? ¡Ay!, mejor sería,
en vez de errar sobre volubles olas,
estar mirando fenecer el día
desde el umbral de nuestro albergue a solas.
 
     Errante, silencioso y descuidado,
más me pluguiera, en el agreste asilo
de algún bosque secreto y apartado,
lejos del mundo suspirar tranquilo.
 
     ¿Qué nos fuerza a emigrar?  Si yo quisiera
vivir del deshonor y la perfidia,
volver a Cuba y despertar pudiera
de viles gentes la rabiosa envidia.
 
     Que allá, para morar como los brutos,
basta ser el oprobio indiferente,
llevar a Claudio César los tributos,
postrarse humilde y doblegar la frente.
 
     Basta seguir de la lesonja el gremio
para gozar imperturbable calma,
por torpes vicios merecer un premio
y de una vez sacrificar el alma.
 
     ¿Por qué dejamos la mansión querida
donde vimos la luz?  ¿Por qué la suerte
cambia estos campos de esplendor y vida
por otros, ¡ay! de oscuridad y muerte?
 
     Porque buscamos libertad y vemos
la fe perdida y la existencia ajada,
y ya no más sobrellevar podemos
la esclavitud de nuestra tierra amada;
 
     porque nos niega su favor el cielo,
y tú, ¡rudo opresor!, no nos cedistes
¡ni un solo palmo en nuestro mismo suelo
para aterrar a nuestros hijos tristes!
 
     ¡Señor, Señor, el pájaro perdido
puede hallar en los bosques el sustento,
en cualquier árbol fabricar su nido
y a cualquier hora atravesar el viento.
 
     ¡Y el hombre, el dueño que a la tierra envias
armado para entrar en la contienda,
no sabe, al despertar todos los días,
en qué desierto plantará su tienda!
 
     Dejas que el blanco cisne de la laguna
los dulces besos del terral aguarde,
jugando con el brillo de la luna,
nadando entre el reflejo de la tarde.
 
     ¡Y a mí, Señor, a mí no se me alcanza
en medio de la mar embravecida,
lugar con la ilusión y la esperanza
en esta triste noche de la vida!
 
     Esparce su perfume la azucena
sin lastimar su cáliz delicado
y si yo llego a descubrir mi pena,
me queda el corazón despedazado.
 
     ¿Y quién soy yo? ¡Poeta vagabundo
que vengo como réprobo maldito
a cantar una hora en este mundo
en presencia de Dios y lo infinito!
 
     Vengo a pulsar el arpa en breve instante,
y en mi suerte más bella solo espero
encontrar mi sepulcro, como Dante,
por las sendas, tal vez, del extranjero.
 
     La estrella de mi siglo se ha eclipsado,
y en medio del dolor y el desconsuelo
el lirio de la fe se ha marchitado
y no hay escala que conduzca al cielo.
 
     Van los pueblos a orar al templo santo
y llevan una lámpara mezquina,
y el Cristo allí sobre la cruz, en tanto,
abre los brazos y la frente inclina.
 
     Voluptuoso el amor en los placeres
no busca mirtos, ni laurel aguarda,
y cubren con un velo las mujeres
el ángel adormido en su guarda.
 
     Tengo el alma, Señor, adolorida
por unas penas que no tienen nombres,
y no me culpes, no, porque te pida
otra patria, otro siglo y otros hombres;
 
     que aquella edad con que soñé no asoma;
con mi país de promisión no acierto;
¡mis tiempos son los de la antigua Roma,
y mis hermanos con la Grecia han muerto.

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