Juan Clemente Zenea

Diario de un mártir

I

Gracias

 
   Si después que yo muera,
al hogar de un amigo
mi huérfana infeliz y pordiosera
llega implorando protección y abrigo;
 
   y albergue hospitalario
encuentra en sus desgracias,
yo saldré del sepulcro solitario
y al buen amigo le daré las gracias.
 
 

II

El 15 de enero

 
¡Ah, cuántas veces! —¡Una vida entera!—
                                   Al llegar este día,
despertaba mi hermosa compañera
sonriendo de esperanza y de alegría.
 
Era que entonces recordaba, cuando
rendida el alma ardiente,
en una hora feliz puse temblando
la corona nupcial sobre su frente.
 
Y hoy, al abrir sus ojos, ¡qué amargura!
¡Oh! ¡Cómo habrá sufrido!
al comparar su inmensa desventura
con las delicias del placer perdido.
 
En bello porvenir albas hermosas
yo tierno le anunciaba
y al renovar los lirios y las rosas
incienso y mirra en el altar quemaba.
 
Era todo placer, fiesta solemne.
Y un ángel Dios quería
que encendiese la lámpara perenne
que ante la imagen de mi amor ardía.
 
Nunca turbamos con el ceño adusto
la paz del sentimiento;
y nos bastaban para dicha y gusto
modesta casa y corazón contento.
 
La postrera ocasión que así nos vimos,
libre el alma de engaños,
en el gozo habitual nos prometimos
saludar el mejor de nuestros años,
 
y así seguir sin vanidad ni orgullo,
cuidados ni temores,
viendo el tiempo correr sin un murmullo
como un agua que corre entre las flores,
 
y al apagar la juventud su fuego,
ver en tarde callada
el tibio sol de la vejez... y luego
su tumba al lado de mi tumba helada.
 
Y soñamos al fin de humanas cuitas.
Dos cruces y dos losas;
sobre mi cruz humildes margaritas,
sobre su cruz fragantes tuberosas.
 
Mas no vimos al ver tantas bondades
y bendecir al cielo,
las aves que presagian tempestades
tras nuestra barca en fugitivo vuelo.
 
Y llegó la tormenta: —se ennegrecen
los densos nubarrones;
las olas con las olas se enfurecen,
silban y braman rudos aquilones;
 
¡y nos hunden, mi bien, hados impíos
en un momento aciago!
¡Y en el revuelto mar, yo con los míos
en esta noche de dolor naufrago!
 
 

III

Hasta el cielo

 
Cesaron, ¡oh mi Dios!, las alegrías
del amor terrenal con sus anhelos.
Y ya empezaron a correr los días
del santo amor que seguirá en los cielos.
 
Conmigo seguirá, si por los vagos
espacios de la tumba, en paz y calma
navega el hombre en bonancibles lagos,
y un viaje inmortal emprende el alma.
 
Y ¡oh! nunca borre caprichosa suerte
la imagen ¡ay! que tu memoria encierra;
para amarte en el seno de la muerte
como tú me amarás desde la tierra.
 
Pero si quieres despertar mis celos,
y ni en tu mente alguna vez me nombras,
en la homérica selva de asfodelos
irá mi sombra a atormentar las sombras.
 
Mas no me olvidarás —que no se olvida
una como la nuestra, larga historia;
¡y al decirnos adiós en esta vida
nos dijimos adiós hasta la gloria!
 
 

IV

Ayer y hoy

 
Con su voz infantil, voz deliciosa
que vibra en mis oídos todavía,
al llover de la nieve silenciosa
libros de cuento mi Piedad leía.
 
Al pie de la caliente chimenea
yo al ver su rostro satisfecho estaba;
y mi santa mujer, ¡bendita sea!,
allí a su lado en su labor pensaba.
 
Ayer así nos contemplaba el cielo;
y hoy en mi hogar las desventuras moran,
ellas suspiran en extraño suelo
y mi destino y mi tormento ignoran.
 
Y yo al recuerdo de mis horas bellas
no se si viven mientras yo no muero;
¡y aquí pensando sin cesar en ellas
el fin del drama en la prisión espero!
 
 

V

¡Entonces!

 
¡Oh! ¡Qué grato sería
libre y feliz sin pesadumbre alguna,
con la adorada mía
por la floresta umbría
vagar al rayo de esta blanca luna!
 
¡Y orillas de la fuente
ver la niña soltar sus trenzas blondas
al aromado ambiente,
y el agua transparente
con su imagen jugar sobre las ondas!
 
Y no con tanto anhelo,
harto el herido corazón de quejas
y amargo desconsuelo,
¡un pedazo de cielo
ponerme a mendigar desde las rejas!
 
¡Oh! ¡Cuántas, dueño amado,
noches tan llenas de esplendor, tan bellas,
en tiempo afortunado
los dos hemos pasado
al trémulo brillar de las estrellas!
 
Del espacio, señora,
con sus dardos de plata perseguía
eterna viajadora
la Diana cazadora
nube tras nube en la región vacía.
 
Contaba sus dolores
el ruiseñor a los favonios leves,
nos daban sus olores
las tempranas flores,
y un fresco soplo las postreras nieves.
 
¡Y la suerte entre tanto
pensaba convertir en un lamento
el armonioso canto
trocar la risa en llanto
y el gozo puro en sin igual tormento!
 
                       VII
 
¡Quién entonces creyera
que tan pronto, mi bien, gimiendo a solas
de mi fiel compañera
separado me viera
por dura cárcel y profundas olas?
 
Y ¿quién pensar podría
que la ilusión del porvenir risueño,
en no lejano día
volando pasaría
como una sombra en fugitivo sueño?
 
¿Y éstas son las hermosas
albas del porvenir? —¡Delirio insano!
¡Ay mis lirios y rosas!
¡Oh dichas engañosas!
¡Oh breves gozos del amor humano!
 
¡Qué alegre y bella estaba
mi compañera, la adorada mía,
cuando la nave a Veracruz llegaba,
y al asomar el día
en el fondo del cielo el Orizaba
su túnica imperial desenvolvía!
 
Columbrábanse apenas,
al borde de las playas inseguro
las fajas de las tórridas arenas;
y en el confín oscuro
de la heroica ciudad torres y almenas
y en un penón el artillado muro.
 
Después —¡oh cuadro hermoso!—,
preñadas nubes en su ruda espalda
sustenta el Chiquihuite portentoso;
y en su risueña falda
despliega el Aculcingo generoso
su rica vestidura de esmeralda.
 
Naturaleza adula
el valle en donde en la apacible siesta
el arpa santa una oración modula,
y en cuyo seno, enhiesta
levanta su pirámide Cholula
y la Malinche su empinada cresta.
 
Y nada igual tampoco
en horas de entusiasmo y de desvelos
soñó jamás el pensamiento loco,
como los claros cielos
que cubren la laguna de Texcoco
y de Ixtaxihuatl los eternos hielos.
 
Contentos y pesares
Chapultepec a los viajeros cuenta,
y al humo del incienso en los altares
noble, regia, opulenta,
en medio de sus bosques seculares
Tenoxtitlán magnífica se ostenta...
 
¡Tenoxtitlán! ¡Qué suerte!
¡Ya no más te veré! —La triste vida
los términos alcanza de la muerte;
que mi bien se despida
de ver su esposo y de tornar a verte,
¡y adiós! ¡Adiós, Tenoxtitlán querida!
 
 

VII

Esa canción

 
Conozco esa canción; ecos perdidos
sus notas son de plácidas historias;
que a sus dulces y lánguidos sonidos
desde mi edad de fáciles victorias
están acostumbrados mis oídos.
 
Una noche —¿te acuerdas?—recorrías
las teclas de marfil: tierno, amoroso,
mirándome en tus ojos me veías,
y tú con el intérprete armonioso
los misterios del alma me decías.
 
Sentado junto a ti, mi pensamiento
de la existencia mísera y precaria
las cuitas olvidó; y un vago acento,
preludio de una mística plegaria,
la fiebre estremeció del sentamiento.
 
Después, dichosa, angelical, serena,
alegraste mi hogar con tu sonrisa
y esa canción que de pesar me llena,
que viene en alas de la errante brisa
y en las bóvedas cóncavas resuena.
 
¿Qué cosas al espíritu agitado
no dirán esas voces gemidoras?
¿Qué no dirán al pobre encarcelado,
hablándole en las ansias de estas horas
de alegres tiempos del amor pasado?
 
Le dicen, ¡ay!, que su infortunio es cierto;
que dentro del pecho el corazón sucumba
y allí repose inanimado y yerto
cual reposa el cadáver en su tumba.
 
¡Porque es verdad que su esperanza ha muerto!
 
 

VIII

No más

 
Prisión, enfermedad, negras pasiones
contra mí desatadas;
¡y tantas, tan acerbas aflicciones
en un pecho mortal acumuladas!
 
¡Por la esposa infelice suspirando,
y de mi niña ausente,
y el soplo de la suerte marchitando
los pálidos laureles en mi frente!
 
¡Oh Dios!, ¡que así mi corazón heriste!
Recibe un alma tierna;
¡cierra las puertas de este mundo triste!
¡Abre las puertas de la patria eterna!
 
 

IX

No me olvides

 
Si el labio tuyo jamás me nombra,
y a Dios descanso por mí no pides,
del otro mundo vendrá mi sombra
para rogarte que no me olvides.
                     Y una voz de agonía
                     vibrará junto a ti,
                     y dirá noche y día
                     ¡acuérdate, alma mía,
                     acuérdate de mí!
 
Si tú me llamas en tus dolores
y oyes un eco muy lastimero:
yo soy quien dice: —Mujer, no llores;
en el sepulcro, mi bien, te espero.
                     Y si acaso decides
                     no amar de nuevo aquí
                     y amor al cielo pides;
                     nunca mi amor olvides,
                     ¡acuérdate de mi!
 
 

X

 
     La desgracia, es verdad, no viene sola;
cuando el piélago agita turbulento
su inmensa mole azul, y Dios apaga
la lumbrera del alto firmamento;
el bóreas bramador, ola tras ola
vertiginosa convulsión propaga.
 
     Así, en la vida también, cuando el destino
marca las horas de infortunios llenas,
y sus alas los ábregos sacuden,
unas penas impulsan otras penas,
palpita el corazón, y en torbellino
todos los males a la vez acuden.
 
     ¡Paz y resignación! —ánimo fuerte
para ver deshacerse el dulce asilo
del doméstico hogar, y al furibundo
golpe que asesta sobre mí la suerte,
desnudo el pecho presentar tranquilo,
¡y que vacile y se desplome el mundo!
 
 

XI

La despedida

 
—¿Te despides al partir,
de la niña? —¡No, por Dios,
que por no hacerla sufrir
me iré sin decirle adiós!
 
—Si llama al padre, al tornar
de la escuela, ¿qué diré?
—Que por no verla llorar,
sin verla el padre se fue.
 
—Se fue mi padre, ¡ay de mí!
¿Por qué nos abandonó?
—¿Volverá muy pronto? —Sí.
—¿Volverá, muy pronto? No.
 
—¿Y he de abrazarle al volver?
—Si, niña, le abrazarás.
—Si hay un cielo podrá ser;
¿abrazarme aquí? ¡Jamás!
 
 

XII

Al despertar

 
    Despierto, oyendo angustiado
que la voz de un ser amado
me llama con ansiedad,
¡y en el sitio acostumbrado
busco el lecho de Piedad!
 
    ¡Qué juego de la pasión!
¡Su lecho...! ¡Qué desvarío!
¡Qué mentirosa ilusión!
—¡Si no hay más lecho que el mío
en esta oscura prisión!
 
 

XIII

 
En el arábigo idioma
Lulú significa perla,
y el creyente de Mahoma
llama a su novia Lulú.
Al verte de gracia llena
tu padre así te decía,
que por hermosa y por buena
perla en la casa eras tú.
 
El mismo nombre te daba
yo también algunas veces,
cuando decirte anhelaba
mi ternura y mi pasión;
y al estar en ti pensando,
hoy, en el fondo del alma,
una voz me está gritando:
 
“¡Lulú de mi corazón!”
 

XIV

 
Te mando, mi bien, un beso
y un suspiro desde aquí,
y sólo siento estar preso
por no hallarme junto a ti.
 
Mas como quiere la suerte
separarnos a los dos,
desde el umbral de la muerte
con el beso va un adiós.
 
Y como, aunque yo lo ansío,
no he de verte nunca más,
otro beso por el mío
en el Cielo me darás.
 
 

XV

A una golondrina

 
Mensajera peregrina,
que al pie de mi bartolina
revolando alegre estás,
¿de do vienes, golondrina?
Golondrina, ¿a dónde vas?
 
Has venido a esta región
en pos de flores y espumas,
y yo clamo en mi prisión
por las nieves y las brumas
del cielo del septentrión.
 
Bien quisiera contemplar
lo que tú dejar quisiste,
quisiera verme en el mar,
ver de nuevo el Norte triste,
ser golondrina y volar.
 
Quisiera a mi hogar volver
y allá, según mi costumbre,
sin desdichas que temer,
verme al amor de la lumbre
con mi niña y mi mujer.
 
Si el dulce bien que perdí
contigo manda un mensaje,
cuando tornes por aquí,
golondrina, sigue el viaje
y no te acuerdes de mí.
 
Que si buscas, peregrina,
do el ramaje un sauce inclina,
ningún sauce encontrarás;
y yo diré: —Golondrina,
golondrina, ¿a dónde vas?
 
No busques, volando inquieta,,
mi tumba oscura y secreta.
Golondrina, ¿no lo ves?
 
En la tumba del poeta
no hay un sauce ni un ciprés.
 

XVI

Infelicia

 
De mí se acuerdan, y mi encierro lloran
desconocidos seres,
jóvenes, ¡ay!, que de entusiasmo llenas,
del sonido de un arpa se enamoran,
soñadoras mujeres
amigas de mis versos y mis penas.
 
¡Y tú, ni una palabra de cariño
para anunciarme que tu amor no olvida
la intimidad de nuestro afecto, cuando
era yo casi niño,
y estaba en tu horizonte despuntando
la fúlgida alborada de tu vida!
 
Ese es el corazón; esa la historia,
que antigua historia de aflicciones era
en aquél que se vio, siglo fecundo,
descender la paloma de la gloria;
y del santo Jordán en la ribera
bajo sus alas renacer el mundo.
 
Cuando tu frente, ¡oh Cristo!, ensangrentaba
la corona de espinas y de abrojos,
¿dónde estaba Jetró? ¿Do, Jesús pío,
la viuda de Naín? ¿Y dónde estaba
aquél que, abriendo a tu clamor los ojos,
salió en Betania del sepulcro frío?
 
Al prorrumpir en tan dolientes quejas,
tras largos, lentos, azarosos días,
para advertirme que mi mal sentiste,
finge un amigo contemplar las rejas;
y me dice que tú, llorando triste,
memorias, ¡ay!, a la prisión me envías.
 
¡Memorias tuyas! ¡Y llorar piadosa!,
es recordarme en horas de martirio
mis muertas horas de descanso y calma,
y hablarme de una noche deliciosa,
de un beso, una lágrima, un delirio,
de la primera convulsión de un alma.
 
Del baile y de emociones fatigados,
salimos al jardín a errar dichosos;
enfrente de un ciprés nos detuvimos,
y en el sabroso platicar, sentados
al pie de unos resales olorosos,
¡oh, que cosas tan dulces nos dijimos!
 
Tu juventud con sus brillantes galas,
la música, tu voz, el claro cielo,
la presión de tu mano,
el céfiro noctivago en sus alas
débil hurtando en perezoso vuelo
los últimos aromas del verano,
todo alentaba la pasión ardiente;
 
Y alarmados, mujer, nuestros sentidos,
en busca de suspiros anhelantes,
hubo una vez en que al alzar la frente
mis labios atrevidos
tocaron en tus labios palpitantes.
 
Tocaron nada más. Firme constancia
me prometiste, y sin temor de engaños,
nos descubrimos el pasado entero:
alegres juegos en tu fresca infancia
y un ángel hechicero
todo el querer de mis floridos años.
 
“Infelice de mí!” —clamaste ansiosa—.
“¡Te quiso otra mujer! ¡Oh, suerte impía!”
Y te angustiaste al escuchar su nombre;
y entonces fue la lágrima copiosa,
cuando entendiste que albergar podía
más de un amor el corazón del hombre.
 
Viajando libre, a su placer perdido,
mi espíritu en el éter se espaciaba
por los orbes de luz del firmamento,
y algo pálido, azul, indefinido,
las auroras eternas presagiaba
y la vida inmortal del pensamiento.
 
Ingenua, melancólica, sensible,
mirándome inocente,
en mí depositaste tu confianza,
y en la mar bonancible
de la plácida edad adolescente
sus áncoras lanzó nuestra esperanza.
 
En presencia de Dios, con un suspiro,
dejamos el ciprés y los rosales,
y al vals animador tornando luego
sentimos las esferas celestiales
que en torno nuestro en caprichoso giro
volaban en atmósfera de fuego.
 
Después los votos, el adiós, la cita;
y más tarde la esquela,
al cauteloso conversar a solas;
tribulaciones e ilusión marchita,
un drama, una novela,
un gran naufragio en las mundanas olas.
 
Para nunca, jamás, volver a verte
los hados implacables
entre nosotros dos, dando un gemido,
como abriendo los antros de la muerte,
nos abrieron abismos insondables
de soledad, separación y olvido.
 
Y así llegar he visto prematura
mi estación del otoño; se detienen
las aguas al helarse en las orillas,
corona ya las cumbres nieve pura,
y a todo su correr, rápidos vienen
los tiempos de las hojas amarillas.
 
Sé que protegen las antiguas gracias
de tus mejillas las lozanas rosas,
y que nadan en luz tus negros ojos;
sé que en tus miserias y desgracias
envidia son de vírgenes hermosas
de tu belleza espléndidos despojos.
 
Y sé también que acrecen con las mías
las amarguras de tus hondas penas,
y que en este fatal, terrible instante,
con sangre de tus venas
contenta y generosa comprarías
la libertad de tu primer amante.

Publicado póstumamente, fue un triste presagio de su final.
Murió fusilado por las tropas españolas en 1871

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