Yo regaba de lágrimas la almohada en el secreto de la noche. Distinguía los rumores perdidos en la oscuridad firme.
Había caído, un mes antes, herido de muerte en un lance comprometido.
La mujer idolatrada rehusaba aliviar, con su presencia, los dolores inhumanos.
Decidí levantarme del lecho, para concluir de una vez la vida intolerable y me dirigí a la ventana de recios balaustres, alzada vertiginosamente sobre un terreno fragoso.
Esperaba mirar, en la crisis de la agonía, el destello de la mañana sobre la cúspide serena del monte.
Provoqué el rompimiento de las suturas al esforzar el paso vacilante y desfallecí cuando sobrevino el súbito raudal de sangre.
Volví en mi acuerdo por el efecto de la diligencia de los criados.
He sentido el estupor y la felicidad de la muerte. Un aura deliciosa, viajera de otros mundos, solazaba mi frente e invitaba al canto los cisnes del alba.