Una luz febril recorría los cielos en la noche del viernes santo.
Yo distinguía los perfiles de una ciudad oculta en la sombra y el símbolo de una escala de sones volátiles en el silencio penitente.
Yo me había asomado a la ventana después de consignar en un escrito los azares de una pasión ideal. Yo volvía el discurso al caso de Dante, a sus cuitas de amor en la cámara del sobresalto y de la amargura.
Yo sufría del arrojo de mi pensamiento. Una forma aviesa imitaba el objeto de mis devaneos y sugería con el ademán la vista de un suplicio.
El temporal, nacido en unos montes lívidos, fugaba delante de sí el tumulto de las tinieblas y esparcía las voces de una multitud precita. Yo dije entre alabanzas el nombre soberano, cifra de mis anhelos, y el fantasma lacónico se deslizó de mi presencia, dejando en su vez un reguero de polvo.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte