José Antonio Ramos Sucre

La vida mortecina

Una mirada involuntaria había despertado la pasión. El afecto volvía de su letargo, a semejanza de un ser fantástico, de vida perdurable y sujeta a un ritmo de actividad y de inercia.

   Mi casa se alzaba en el extremo de un vial despojado. Yo vivía lejos de las diversiones, abismado en pensamientos laboriosos. Atendía especialmente a la salud del alma y recorría una estampa lúgubre, en donde el ángel de una amenaza profética domina la soledad de los mundos abolidos.

   Un recuerdo interrumpía y malograba la meditación desabrida. Nos habíamos salvado osadamente de la calamidad sobrevenida en una fiesta de carnaval. Yo tomé en brazos a la mujer alucinante y la saqué de la ribera del río viejo, lleno de limo, en donde ardía la nave del bullicio.

   Me advertía ahora, por medio de una confidente, su proyecto de visitarme. Yo me disponía a recibirla, en el secreto de la noche, vistiéndome conforme al fausto del siglo. Había retirado del armario la espada, el jubón azul y el birrete encarnado de pluma negra.

   Yo la esperé sentado en el balcón y a la intemperie, hasta el momento de rayar el día. El aire húmedo y la oscuridad aumentaron mi desazón. Yo distinguí el perfil de la mujer, desvanecido entre los cendales del alba, sobre la raya del horizonte.

   La confidente vino poco después a preguntarme el derrotero y la suerte de su dueña. Yo no descubría la manera de responderle y de calmar su impaciencia.

   La vigilia infructuosa me había desalentado y me volvió al arrepentimiento y al celo tiránico. Deseché las ropas galanas y escogí el traje de luto y el rosario para expiar la veleidad de la entrevista.

#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte

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