El hombre de inteligencia rudimentaria salió a cazar lejos de su llanura inundada, al empezar el día de una época primitiva.
Dirigió sus pasos a un desfiladero de origen volcánico, donde habitaban dragones crispados y aves deformes y perezosas.
Escogió, durante el trayecto, las piedras más sólidas, para armar su honda.
Emitió gritos con el mayor aliento, usando las manos a guisa de tornavoz.
Otro hombre apareció, vestido de una zamarra y aparejado a la lucha. Vociferaba desde la cima de un monte. Su rostro se perdía en el bosque del cabello y de la barba.
El combate duró, sin decidirse, un tiempo indefinido. Hilos de sangre pintaban la cara y el pecho de los rivales.
Una mujer falseó cautelosamente el pie del defensor y lo precipitó desde la altura. Se vengaba de una sumisión abyecta.
El vencedor la toma bajo su autoridad e impone sobre sus hombros la suma del botín. La dirige hacia la llanura por una cuesta breve.
Se despreocupa de la espalda abrumada y de los pies sangrientos de la cautiva.